¡¡Buenos Días!!

Cuando ya todos se iban y el almacén se quedaba solo, él aún apuraba un poquito más para terminar de estirar las cintas de embalaje de las cajas del día siguiente. Se concentraba cada tarde en desembalar un total de cuatro cajas, de cinco, de tres o de dos (nunca menos de dos), según como le hubiera ido el día.
Ésa era su recompensa: poder determinar y organizar el trabajo del día siguiente, sin importarle fichar más de dos horas después de su hora correcta de salida.

Y en casa, donde nadie le esperaba, encontraba el remanso de paz final, pese al bullicio de la sala, en la que se agolpaban frente al televisor sus más de siete compañeros de piso.

A las siete de la mañana, vuelta a empezar: fuera despertador, fuera legañas y para adentro un café sin ganas ni gusto, pero con la esperanza de que le quitara el sueño residual de todos los días de la semana.
Salía de casa, con la cabeza alta, con ganas, con la expresión de quien comienza un trabajo nuevo un lunes, con toda la semana por delante.

Y así, con una sonrisa de oreja a oreja y un 'Buenos días' más efectivo que cualquier otro estimulante, me lo encontré durante algo más de tres años a la salida del Metro de Nuevos Ministerios. Daba gusto coger el papel de la publicidad, porque daba igual qué es lo que publicitase.

La gente, soñolienta aún, no evitaba sonreír, porque su sonrisa y sus ganas contagiaban.

No sé qué habrá sido de él. No volví a verlo más. Tal vez la crisis lo mandó al paro, o su familia al otro lado del charco reclamó su presencia en casa, o simplemente cambió de trabajo. Sólo sé que los Buenos días a la salida del metro me faltan desde que no tengo publicidad que coger.

Mil excusas

Que no. Que no quiero ir. Que no me apetece abrir los ojos. Que no he dormido bien. Que me duele la cabeza de pensar que tengo que aguantar de pie varias horas, varias vidas, varios intensos segundos sin respirar.

Que nunca me he sentido así de mal, ni así de bien. Que nunca me sentí de esta manera.

Que no puedo describirte mi desidia. Que no me encuentro con ganas. Que las fuerzas se escaparon entre mis piernas y se me fueron escurriendo entre los dedos de la mano. Que tenía la mano abierta y como tras una caricia empujé las ganas hacia el exterior. Que después sólo hubo aire, susurros, suspiros y un 'Ay' tan largo y suave que se me olvidó agarrarlo para que no se fuera demasiado lejos.

Que tengo que decirte que no. Que no quiero ir. Que se acabaron las excusas vacías. Que desapareció el tintineo de la campana que me despertaba cada mañana y ya no encuentro ganas para buscarla.

Que no voy a ir. Que me quedo contigo.

Memento Vivere

Se levantó sobresaltada, con la frente empapada en sudor, nerviosa. A pesar de la mala noche sabía que, en el fondo, había obrado bien. Sabía que, aunque todos los que la rodeaban juzgasen su actitud esquiva, había obrado bien. Porque en el fondo de su ser guardaba la certeza de que lo último que se pierde (o se debe perder) no es la esperanza, sino la dignidad.

Todo comenzó aquella tarde en que decidió, no sin antes consultarlo con la almohada, decir basta. La situación en la línea de cajas seguiría siendo la trinchera en la que se resguardan decenas de mujeres con contrato temporal que un día se proponen dejar atrás la vida casera, encerradas en la cocina o rodeadas de biberones y ropa sucia.

Una trinchera que sufría el descontrol de las novatas, la batalla diaria de las clientas y las prisas y la presión de un gerente al que sólo le importaba la rapidez del cobro. Total, las cajeras eran eso mismo, cajeras, sin nombre ni apellido, solamente números.

Tras una dilatada experiencia profesional como dependienta, limpiadora, cuidadora de ancianos, televendedora y encuestadora de calle a tiempo parcial, veía en los códigos de barras el paréntesis a una vida cargada de aprietos para llegar a final de mes, el trabajo de su vida, al techo laboral con el que toda mujer con sus características podría soñar.

Pero esa mañana, tras un grito, un insulto y un par de lágrimas escondidas entre etiquetadoras y una fregona ‘villeda’, decidió decir basta.

Porque ella no se merecía esos dos tonos malsonantes. Ni se merecía la mirada tímida de las clientas del barrio, que entre dientes, la consolaban diciendo ‘no te preocupes’.

Ella, que siempre había sido una persona segura, capaz de sobreponerse a cualquier situación, serena, perspicaz y salada, muy salada. 

La línea de cajas le había acabado de amargar el carácter. Desde hacía ocho años, cuatro meses y 17 días, su sonrisa ya no era la misma, su carácter ya no había sido el mismo y sus ocupaciones en el supermercado habían dejado de ser las mismas. Ya sólo servía para pasar códigos de barras por el detector. Nada más.

¿La explicación? Sólo una respuesta, o varias a la vez: su gerente, su matrimonio, sus dos embarazos, su ciática, su mal dormir por las noches, su todo, su vida entera. Vida que pasaba por delante de sus narices en cada mala contestación.

Hasta que dijo basta, hasta que una tarde, a la hora del cierre, recogió y se despidió en el tercer escalón de bajada. Ahí, entre las puertas correderas, dijo ‘Adiós muy buenas’.

-      Me voy, me largo, pido la cuenta.
-      Pero…eso no me lo puedes decir así de esa manera, tendrás que darme 15 días…Además, debes horas a la empresa – le contestó el gerente
-      Me voy, mañana vendré a recoger mis cosas a la taquilla.

Y, sin más, se fue, sabiendo que todavía estaba a tiempo de vivir, sabiendo que hoy es siempre todavía.