Verano

Quema el asfalto en la calle. El aire corre caliente y casi quema. Una bola de pelusa sube zigzagueando hasta postrarse sobre la baranda de su balcón, pero no entra. Él, tumbado sobre la esterilla de paja en un extremo de su pequeño salón, cierra los ojos y recuerda cómo suenan las olas dejando estallar su furiosa carrera sobre la orilla de cualquier playa. Reproduce el sonido de las gaviotas y parece que sintiera la brisa, parece que le despeina…y no puede más que sonreír.
Abre los ojos y vuelve a estar en el centro de Madrid. El aire quema y los termómetros se acercan a los 40 grados. Apoya sus manos sobre la misma baranda que le muestra la Gran Vía y mira a su izquierda, hacia un horizonte repleto de altos edificios, teñido de azul y naranja. Se siente lejos de la ciudad y por un momento se cree en medio de cualquier pueblo de la Riviera Francesa. Se pierde entre sus calles y aspira el dulce olor de los gofres recién hechos.
Sonríe.
Al fin y al cabo no se está tan mal.

La vida, con calma

Dicen que algunas ciudades como Madrid no permiten percatarse de lo que les pasa a tus vecinos. Se vive tan rápido que el día a día se reduce a dos cafés mal tomados, largos y continuos vistazos al reloj, prisas y mucho trabajo.

Sin embargo, yo tengo vecinos que se toman las cosas con más calma. Sin ir más lejos, la del segundo, acaba de tener a su tercer hijo. Por lo visto dejó de trabajar al enterarse de que estaba embarazada por primera vez y desde entonces no ha dado un palo al agua. Se toma con calma, cada mañana, el ir a por el pan y hacer la compra de la semana. Se toma con calma el leer la correspondencia. E incluso ir a recoger a sus hijos a la guardería, pues muchas mañanas sé que llega tarde porque otros vecinos ya vienen con sus vástagos de vuelta a casa cuando ella aún ni siquiera ha salido del portal.

La Señora Luisa, la del quinto izquierda, hace dos años que enviudó. Desde entonces se toma con relativa calma el paseo de cada tarde. Puntual, a las cinco, la veo asomar su blanca cabellera por la puerta del portal; la veo salir despacio y me sonríe, con tanta dulzura que dan ganas de robar esa imagen sonriente para que al verla, siempre me sonría así.

Y con calma también se toma la vida el soltero, el del ático. No trabaja desde no sabe cuándo. Ha engordado no se sabe cuánto en los últimos meses, y no se sabe tampoco a cuántas mujeres habrá subido a su casa en lo que llevamos de semana. Es un ser libre. "Soy un ser libre, Paco", me dice cada vez que le guiño el ojo al verle salir del portal. Más que libre, yo diría que es un ser enigmático, hasta admirable. Es el 'solterón' del edificio. Solterón, desde que se divorciara hará ahora tres años.

Yo, por ejemplo, entre mirada y mirada, entre conversación y conversación con los vecinos que vienen y van, me tomo con calma la lectura diaria de todos los periódicos que no recogen los de las oficinas que están instaladas en la primera planta. El día a día de la empresa es un ir y venir de jóvenes trajeados. Un ir y venir de cajas y repartidores que no dejan de mirar el reloj a cada instante.

Por si acaso le pedí al presidente de la comunidad, hace algo más de un año, que me pusieran un reloj en la Portería. La verdad es que no me interesa saber la hora a la que entra la gente o la hora a la que se va. Es sólo porque así propicio que muchos de ellos miren a la enorme circunferencia con números que hay tras los cristales de mi posición. Así, propicio ligeras conversaciones, rápidos intercambios de palabras. Lo que da para un 'Hola y adiós. ¿Qué hora es?'. Lo justo. Lo que a los pobres, que siempre van con prisas, les da tiempo.

Le han llevado a Cáceres

Desde las Villuercas o Alcántara, y pese a que las voces no consiguen llegar hasta la Administración, hace mucho que los vecinos solicitan un hospital en Trujillo. Y las razones son más que claras: dificultad de acceso a Cáceres, tardanza en el suministro de ambulancias en localidades como Salorino, Valdefuentes, Logrosán o Zorita, y escasez de medios..., sobre todo escasez de medios.

Porque pocas afirmaciones asustan tanto a la tercera edad de localidades como Trujillo, Guadalupe, Miajadas o Logrosán como el decir que a alguien se le han llevado a Cáceres. Porque tras esta sencilla frase rápidamente comienzan a aparecer en la memoria colectiva infinidad de desgracias que pueden llegar a ocurrir en los casi 60 minutos de trayecto (por no hablar de otras localidades cuya distancia es mayor y por tanto cuyo tiempo de espera puede rondar hasta casi la hora y 30 minutos) que median desde la puerta de casa hasta la entrada a Urgencias del Complejo Hospitalario, máxime si quien traslada al enfermo o paciente es la ambulancia.

Aún hoy, en pleno siglo XXI, todavía hay personas en círculos rurales que se niegan a ir al hospital porque han decidido que su enfermedad no es lo suficientemente grave como para aguantar tanto tiempo en llegar a manos de un especialista. Todavía existen familias que prefieren costearse un seguro privado con más del 40% de su salario mensual para no tener que soportar la intensa espera de una ambulancia y circular a través de pueblos y más pueblos hasta llegar al que se supone es el Hospital que les corresponde.

Todo esto, sin tener en cuenta que muchas veces el acierto o no de un diagnóstico adecuado no importa tanto como el periplo que se ha tenido que realizar hasta llegar a la ansiada camilla.

Aun así, y a fuerza de pasar por alto, la falta de seguridad o vigilancia en planta (como sí puede encontrarse en recintos, por ejemplo, de Madrid) los cacereños se enorgullecen de poseer un Hospital que les corresponda, aunque el llegar a él les suponga más quebraderos de cabeza por lo costoso que por lo eficiente.

En las Plazas de los pueblos, cuando de fondo se escucha el sonido intermitente de la ambulancia, se deja de jugar al mus, al dominó o de hacer calceta, porque ya lo que queda es pedir al destino que la dolencia soporte el camino hasta llegar al Hospital, porque el camino es largo y porque, aunque no lo comentan, las infraestructuras a día de hoy, continúan siendo escasas, tan escasas como que se prefiere pasar la fiebre o el dolor dentro de cada alcoba.

‘Le han llevado a Cáceres', dicen con disimulada preocupación. Mientras que el resto de vecinos aletea mentalmente la suerte que tienen por mantener una salud de hierro, al menos hasta que vuelva a sonar la sirena.

 

Ávida observadora

Le chisporrotean los ojos. Pese a que son las ocho y media de la mañana y la mitad del vagón aún se quita a escondidas las legañas, ella los mantiene abiertos de par en par, como si quisiera grabar en sus pequeñas retinas la panorámica de cada uno de los viajeros que comparten estos minutos a su lado.

Mira de un lado a otro, mira de frente, hacia arriba. Y todo le parece extraordinariamente atractivo. Todo es nuevo, a pesar de que lo ve cada mañana.

Hay veces en que la encontramos dormida, plácidamente. La serenidad de su rostro refleja que dormir es, definitivamente, un placer. Recostada sobre su cómodo asiento, no se percata de las aglomeraciones en la hora punta, de las prisas, del sueño compartido de los viajeros, de la mañana lluviosa que Madrid ha acogido en este extraño mes de junio.

Pero no siempre duerme. A veces comparte miradas esquivas y movimientos rápidos de cabeza, guiños y lenguas que a modo de broma le regalan los pasajeros.

Hoy se atusa el pelo con la palma de la mano e inmediatamente se lleva los dedos a la boca: rígidos, regordetes, anunciando a todos los de su alrededor que ha visto algo que le ha impresionado. Luego se ríe, sonríe y mira para arriba buscando la mirada cómplice de su madre, que mueve la mano lentamente para echarse hacia atrás los rizos que le han caído sobre la cara con el traqueteo del vagón.

Ella le devuelve la sonrisa a la pequeña, le acaricia el moflete y mira el reloj. Hoy llega otra vez tarde al trabajo. Como muchos de sus compañeros de vagón. Se muerde el labio y se lamenta de no haber salido antes de casa. Se lamenta de los charcos de la acera, del paraguas y de lo incómodo que es ir con prisas empujando un carrito de bebé. Se lamenta del paso del tiempo, y olvida la ternura que regala su pequeña con cada gesto. ¡Quién fuera niño!

Nuestros Abuelos

Teresa mira hacia la ventana con sus ojos azules distraídos, viendo cómo los niños corretean camino de la Ermita. Tiene la mirada perdida y en su mente el recuerdo de la Gran Vía allá por los años 40 cuando viajaba en burro desde los ‘Barrerones’ hasta el centro del pueblo. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Sin ir más lejos, las calles, ahora empedradas, antes escupían polvo a cada paso de los caminantes, que iban y venían del campo, de trabajar, de vivir, de disfrutar de unos terrenos que nunca eran suyos pero que trabajaban como si lo fueran.

Han pasado muchos años, pero la vida de Teresa Caminero Rayo se recuerda en casa cada verano, al pie de la mesa camilla, frente al televisor, junto a sus nietos, que ya conocen la historia. Su vida podría ser igual que la de los cientos de abuelos de nuestro pueblo. Sus ojos los delatan: recuerdan con nostalgia el pisar descalzos las calles de Logrosán; el coser las alpargatas que llevarían al baile, en las fiestas; el cortejo de sus novias; las primeras discusiones; sus enlaces en la Iglesia de San Mateo, cuya torre y campanario aún mantienen viva su función de vigía de las calles aledañas y donde todavía hoy siguen casándose los jóvenes del pueblo, los hijos de los hijos de muchos de los compañeros del campo de Teresa. En su casa se recuerda cómo eran antes las fiestas.

Y entre recuerdos, Teresa se debate observando el acicalamiento de su nieta, la llegada de sus familiares desde Madrid, la llegada de otros vecinos que vienen de fuera y que dejaron el pueblo para buscar fortuna más allá de Cañamero.

Recuerda. Observa. Y se limita a comentar, ¡qué bonitas las fiestas de antes!, ¡Qué bonita ponían a Nuestra Señora del Consuelo!, ¡Y qué bonita estará la Plaza!

Porque Teresa hace ya mucho tiempo que no pasa de esa Gran Vía que ha sido su hogar desde que se casó. Hace tiempo que las piernas no le responden y que las ganas de vivir y de disfrutar de Logrosán se quedan en el quicio de la puerta de su casa, en el número 111.

Saluda a las vecinas desde la ventana de la cocina. Sale a pasear dos puertas más allá, pensando cuánto tardará en regresar a la mecedora. Son fiestas, piensa. Y el pueblo vuelve a estar lleno de gente, en las calles se ven los coches de los que se fueron.

Teresa ve pasar familias enteras y regresa al salón de la casa de su hija, deseando tomarse un vaso de leche e irse a acostar. Ha sido un día largo.

En homenaje a todos nuestros abuelos

El violín

Tenía doce años cuando conocí a alguien que tocaba el violín. Era mayor que yo: tal vez dos o tres años. Recuerdo que bajo la barbilla ocultaba con un mechón de pelo negro azabache un ligero moretón que le producía la presión del instrumento sobre su cuerpo.

Hasta ahora no había vuelto a recordar a Rebeca y su violín. Hasta ahora, que desde hace unas semanas  veo a la salida del trabajo a una mujer mayor, con el pelo muy cano, muchas arrugas y la expresión del que pide sin pronunciar palabra.

Toca el violín en pleno centro financiero de la ciudad. ¡Qué ironía! Ofrece arte a ejecutivos a la salida de sus oficinas...

Sobre la funda que yace en el suelo, unas pocas monedas traducen el esfuerzo que habrá de hacer para terminar la tarde sin que el moretón le duela más de lo normal.

La gente pasa, la mira, retiran la cara y continúan, presurosos, su paseo hacia el Metro.

Tal vez en su memoria queden las notas que esta mujer del Este les regala cada tarde a la salida del trabajo. O tal vez no. Vivimos tan a prisa que no somos capaces de saborear el sonido del violín.

Balancea su cuerpo al ritmo de la melodía de Mendelssohn. Hoy le tocó a él. Mañana...¿quién sabe?
Cierra los ojos y se cree rodeada de árboles, mientras la crin de su arco acaricia muy despacio las cuerdas interpretando el Concierto para violín en mi menor.

'Tócala otra vez Sam', le gritan a modo de mofa unos chavales que pasan por su lado.

'Tócala', 'no dejes nunca de tocar', 'Tócala', se repite ella para sus adentros.

Y seguirá tocando.
Las tardes de verano de Madrid se llenarán de música, mientras ejecutivos con traje y corbata pasearán a su lado lamentando no haber salido antes del trabajo para no perder el último tren de la tarde.