Vuelvo a Zakynthos


Regreso. Después de más de 30 años dando tumbos por el mundo, vuelvo a Zakynthos, la isla de las tortugas, jónica, de aires mediterráneos y horizontes verdes. Vuelvo a la isla con la esperanza de encontrarte, aunque más de tres décadas me separan de la última palabra que me dijiste y la imagen que guardo de ti en mi memoria.

Atrás han quedado muchas otras. Islas de resistencia y de olvido. Islas paradisíacas que me enseñaron a no poder olvidarte y a recordarte añorando cada uno de tus movimientos.

Sigo a la ‘Caretta’ desde que me enteré de que le eran fieles al lugar. Viajo solitario como ellas y me desprendo de cualquier otro recuerdo que he ido almacenando a lo largo de mi periplo.


Hoy vuelvo con el alma cargada de nostalgia, presuroso por encontrar la ola que me lleve de nuevo a 1981, que me recuerde dónde empezó todo y qué soy hoy después de haber perdido todo buscando nada más que tiempo. 

Las cuatro estaciones

Se le puede ver con la cabeza gacha todas las mañanas, camino del metro. Camina con paso incierto, inseguro, y sortea los charcos provocados por el riego del césped del parque. A veces se moja los pies, otras no. Escucha música a través de los auriculares.
Muchos días no escucha nada, pero igualmente los lleva pestos. Quiere evitar que le llegue el sonido estridente de las ruedas metálicas del vagón rozando con los raíles de las vías del suburbano.
Seguramente saltarán chispas por el contacto. Seguramente la temperatura del metal estará acorde con la que ya acecha las calles de Madrid a las 9 de la mañana. Pero dentro, en cada uno de los asientos, sólo puede ver gente que duerme, gente que viaja adormecida y gente que sueña con salir del trabajo cuando aún no ha entrado a sus oficinas.
Son más de diez estaciones las que ha de recorrer hasta llegar a su destino. Y aún allí, recorrer a pie unos 100 metros hasta el portal tras el que absorberá ocho horas de tareas, ocho horas de hilo musical y ocho horas de ir y venir de mensajeros con paquetería que tal vez se pierda en el viaje de ida.
Mueve la cabeza al ritmo de la música. Hoy toca ‘reggaeton’.
La señora que se sienta a su lado intenta descifrar con el oído derecho qué dice la letra que él escucha. Tarea imposible. Ni siquiera él entiende el mensaje.
La megafonía del vagón parece decir que ha llegado a su destino. Los carteles luminosos indican con letras rojas sobre fondo negro que su estación le espera tras las puertas acristaladas del vagón.
Y sale de nuevo con la cabeza gacha. Cuenta las escaleras mecánicas que el tramo se va tragando según sube. Y al fondo del pasillo, antes de alcanzar la salida,  un músico reproduce a cambio de monedas, ‘La Primavera’ de Vivaldi. Allegro, Allegro, Allegro.
La gente sonríe y le mira. No a él, sino al músico. Y él no puede evitar escuchar el sonido que irremediablemente inunda el último tramo hasta llegar a la calle.
“Una mañana más, un viaje menos en metro”, piensa. Mientras el músico, continuará poniendo empeño en cada nota de la partitura. Sin esperar que nadie le mire. Hasta el final de la jornada.