Silencio

Hacía una tarde de perros. El frío metálico de noviembre se colaba entre las juntas de las ventanas, y los cristales se habían resignado ya a soportar el repiqueteo impenitente de la lluvia.

La chica se acurrucó en el sofá cubriéndose con la manta de lana que su abuela, una tarde como aquella, tejió con la esperanza de incluírsela en el ajuar. Envuelta en ella, parecía una oruga estirándose y arrugándose, desesperada por encontrar una postura cómoda que le permitiera pasar la tarde sin el sopor de las últimas cuatro horas.

Él se había marchado dejándola frente al televisor, con la revista a medio leer y con la boca abierta, sin saber qué decir. Nunca se imaginó que tras la misma discusión de siempre él decidiese cruzar el umbral de la puerta dejándola sola. Y esta vez, irremediablemente sabía que sí era para siempre.

-         Me voy. No quiero seguir aguantándote las tonterías que tienes en la cabeza. ¡Coño, que pareces UNA NIÑA! – le había gritado antes de irse.

Ella no había dicho nada. Tal vez, porque no se lo esperaba y porque guardaba la esperanza de que, tras la riña, la misma de siempre, él acabase volviendo, aunque fuera borracho, también como siempre.

Las discusiones habían aumentado en los últimos tres meses, los que llevaban viviendo juntos. Porque hasta entonces, ni una sola palabra se había pasado de tono. Y durante el tiempo en que fueron ‘novios formales’, las malas caras, las muecas y las arrugas en la nariz, aunque sí habían existido, nunca había dejado paso a los reproches verbales.
Cada discusión, era una tormenta de ideas, de reprimendas y de cosas guardadas. Parecía que quemasen y en cierto modo, le provocaban llagas en la boca cada vez que las daba el permiso de salir.

Hasta ahora, la tentación de llamar a su madre no había aparecido por su cabeza, por más que sí necesitase su compañía. La tranquilidad de quedarse sola en el sofá, sin escuchar reprimendas, consejos banales o gritos, podía más que la poca fuerza que hubiera de hacer hasta llegar al teléfono.

Pasadas las ocho, decidió levantarse, aunque con pereza. La manta pesaba más de lo que imaginaba. La tiró al suelo sin ganas y sin ganas se dirigió al cuarto de baño decidida a abrir el grifo de la bañera.

El chorro rompió de repente el silencio de la casa y, acompañado de un vapor blanco y espeso, comenzó a salir con la misma furia que parecía tener la lluvia del exterior.

La chica controlaba ensimismada con el dedo la temperatura del agua, y con la mirada perdida en uno de los azulejos amarillentos del pequeño cuarto de baño se entretuvo recordando el olor, el color de su pelo, sus ojeras y la tos seca que durante tres meses habían compartido cama con ella.

De pronto, el teléfono comenzó a sonar. Sería él, seguro – pensó –.

Pero no corrió a cogerlo. Más bien, se dejó llevar hasta él y arrastró los pies hasta el cuarto de invitados.

-         ¿Quién? – preguntó la chica sin pretender hacerse la interesante.
-         ¿Por qué has tardado tanto en cogerme el teléfono? Llevo llamándote unos diez minutos. La señal sonaba y sonaba y ya me estaba empezando a preocupar. Porque con este tiempo seguro que no se te ocurre salir de casa. A ver si vas a coger un resfriado…o algo peor, la gripe. Que no estás para ponerte enferma, tal y como está el trabajo y lo que te está costando encontrar uno adecuado. Bueno, ¿Cómo estás?

Colgó. Era su madre y ahora no le apetecía contestar, justificarse y explicar que habían discutido, que él se había marchado y sabía que esta vez sí sería para siempre.
En realidad, sabía que si la explicaba todo esto, seguramente ella le diría ‘Seguro que le has sacado tanto de quicio, que ha decidido darte un susto, para que te controles la próxima vez’, o algo parecido.

Había dejado de tener la esperanza de que incluso su propia madre se pusiera alguna vez de su parte.

Porque él y su madre se había llevado bien desde que se conocieron. Desde que la primavera pasada le llevó a comer a casa convencida de que su familia vería con buenos ojos su relación.

Porque ella en sí y por separado, nunca había sido nada del otro mundo. Al menos era lo que siempre le había repetido todo el mundo.

Dejó de estudiar porque le hastiaba hacerlo bien, porque necesitaba superarse con otra cosa que se le diera peor, para ir mejorando. Dejó de salir con sus amigas y dejó de buscar trabajo, porque estaba convencida de que no servía para ello.

Hasta él se lo repetía: ‘Si es que no vales para nada. ¿Te has visto bien?, ¿tú te miras al espejo?

Ella ni siquiera asentía. No pensaba, no escuchaba. Sólo se dejaba llevar, inerte y yerma de pensamientos e ideas ajenas.

El teléfono volvió a sonar y el ‘ring ring’ estridente la devolvió al mundo real en pocos segundos. Lo descolgó y situó el auricular en la mesita, sin contestar, porque sabía que los grititos que se escuchaban al otro lado de la línea eran de su madre, otra vez. Más reproches, más desidia, más bronca. Hoy no le apetecía asentir sin sentir más que aburrimiento y escozor.

Salió de la habitación y volvió hacia el cuarto de baño. El agua, había dejado de salir caliente. Otra vez el calentador estaba haciendo de las suyas, así que giró hacia la izquierda el grifo y, enérgicamente, lo volvió a la derecha, por ver si por fin, el agua se decidía a salir caliente y a mantenerse así.

-         ¡A ver si aprendes a controlar más el agua!, ¡que luego vaya facturones tengo que pagar a final de mes! – le repetía él cada día.

Desde que se fueron a vivir juntos no había dejado de parecer su madre. Tal vez por eso su madre se llevaba tan bien con él, porque se parecían tanto que cualquiera diría que se ponían de acuerdo para entorpecerle el paso.

Así se sentía: cohibida. Tanto por él, como por su madre, por los trabajadores de las ETT’s que visitaba cada semana, por sus nuevos vecinos (tan cotillas, tan irrisorios, tan ‘metomentodo’ que parecían sacados de una caricatura viva).

Su dedo volvió a tocar el agua que salía del grifo. Esta vez sí estaba caliente, así que aprovechó para desnudarse. Los pantalones del pijama, de los que no se desprendía desde hacía días, se deslizaron por sus piernas suavemente. Estaba segura de que era lo único que le había pasado ‘suavemente’ desde hacía tiempo, lo único delicado. Por eso, disfrutó su caída y aspiró el momento con tranquilidad.

La camiseta de tirantes, el sujetador, la cinta del pelo, el reloj sin pila…todo.

Y se quedó desnuda, libre de ropa y de pensamientos. Sólo con suspiros y ya sin la pesadez del remordimiento de que él se hubiera marchado a gritos, con la amenaza de no regresar más. Esa vez no volvería. Seguro.

Abrió el cajón y las sacó. Llevaba tiempo planteándose un cambio, un cambio en su vida, en sus rutinas y en sus relaciones con su gente más cercana. Tal vez un cambio en sí misma: para ella y para los demás. Más para él que para ella. Pero un cambio, el fin.

Se metió en la bañera y sintió cómo el calor le llegaba hasta las sienes tornando coloradas sus mejillas al tiempo que todo su cuerpo se acomodaba a esa temperatura tan agradable.

Se miró los pies, tan blancos, tan delicados; las piernas, tan libres de vello; los muslos, los brazos, los dedos. Toda ella se escurrió hacia el fondo de la bañera y sintió cómo el calor invadía hasta el interior de sus oídos. Salió a la superficie y el frío del ambiente del cuarto de baño impactó sobre su cara sin avisar y volviendo fríos los mechones de cabello que de repente se le habían pegado en la cara.

Acercó el metal a sus extremidades y con el cuidado de un cirujano saneó su vida. Sintió frío, calor, sequedad en la boca. Sólo el blanco invadió sus ojos, que tensos y abiertos de par en par miraban, ya sin latido, hacia el azulejo amarillento de la pared de su cuarto de baño.

La puerta de la casa se abrió. Pero ella no le vio, porque todo se transformó en silencio.