Una noche interminable

Llevaba mucho tiempo esperando este día y en sus ojos, pasadas las 8 de la tarde, todavía se podía leer el ansia con que había hecho correr las horas. Estaba nervioso, inquieto...pero a la vez cansado de tanto movimiento y actividad.

Tras la cena y una breve conversación al filo de su cama, apagó la luz en un santiamén y se arropó cubriendo su cara hasta casi taparse los ojos. Y así, agarrando con fuerza la manta y revolviendo con los pies los nudos de sábana que se le iban quedando bajo las piernas pasó toda la noche. Toda la interminable noche.  

Como a la mitad de la madrugada el hormigueo de los dedos se le pasó a los antebrazos y, tras estos, a los codos y hasta los hombros. Pero no cejó en su empeño de mantenerse totalmente inmóvil, en silencio, esperando con impaciencia que el gallo o el despertador marcase la hora de levantarse. 

Como sacudido por un calambre, que más que corriente llevaba cosquillas, se levantó de un salto, tropezó, abrió la puerta y recorrió el largo pasillo hasta el salón. 

Ahí estaban: esparcidos por toda la sala. Montones de cajas empaquetadas, con mensajes, con dibujos y con una caligrafía propia de alguien que llega de muy lejos, que escribe con prisas porque aún tiene que hacer más visitas. 

Ahí estaban, todos sus regalos. Había llegado la hora de despertar al resto de la familia porque, por fin, era el día de Navidad. 

¡Felices Fiestas a todos!

Me desmorono

Cada día estoy más harta, piensa Isabel cuando ve la cama a medio hacer a la vuelta del trabajo. No ve llegar la hora de ser madre, un detalle que quizá pueda ayudar a la reciente reconciliación en ciernes con Adrián.

Después de más de once años juntos, las diferencias se han vuelto cada vez más grandes. Sin embargo cada minuto, cada segundo siente la imperiosa necesidad de llamarle y preguntarle qué tal.

Esa mañana, entre cristales empañados por el frío de noviembre, y la pereza de colocar los calcetines revueltos en el sofá de casa se sienta en una silla y marca su número.

-      Cariño, soy yo. ¿Qué tal llevas la mañana?
-      ¿Eh? Bien, aquí, terminando de pintar una habitación.

Conste que Adrián llevaba trabajando para una empresa de pinturas más de un año, sin estar dado de alta, claro. Hasta hace menos de dos años no ha podido disfrutar de un número de cotización a la Seguridad Social y una nómina legalmente establecida…Aunque era un oficial eficiente y había dejado atrás una pequeña empresa que tenía en el pueblo, se dejaba llevar por la corriente de unas condiciones laborales no del todo claras.

Adrián no tenía contrato ni vacaciones, ni derechos laborales de los que disfruta o debería disfrutar cualquier trabajador. Cobraba unos suculentos 2.000 euros en los cuales su jefe ya pensaba iba compensado el hecho de no hacerle un contrato y pagar por él las consiguientes garantías sociales.

-      ¿Qué pasa cariño?, ¿todo bien? - le pregunta Isabel, deseosa de estirar los minutos de conversación.
-      Bueno, sí. ¿Sabes qué? Mañana estoy de vacaciones. Si quieres voy a buscarte.
-      ¿Y eso?, ¿otra vez de vacaciones?
-      Sí, es que no hay mucho trabajo. Vicente dice que está la cosa muy mal, que no salen trabajos, que sólo va a ser una semana… Ya sabes.
-      Ya sabes ¿qué? No sé Adrián, no sé. Ya sabes ¿qué?
-      Pues ya sabes que esto es lo que hay. Que no sé por qué me huele raro.
-      ¿El qué te huele? Adrián, cuando te pones así…o yo soy tonta o no me entero de nada. Bueno, luego nos vemos en casa. Un beso.
-      Un beso.

Ese ‘me huele mal’ se traduciría una semana después en explicaciones huecas sobre el por qué no hay trabajo. Si es verdad que las cosas no salían como se esperaban, ¿por qué dilatar el tiempo para anunciarlo a los trabajadores de la cuadrilla?

Adrián no sabía nada. Isabel tampoco, aunque lejos de descubrir esas preguntas de su chico, se preocupa por llegar a tiempo a la estación de cercanías de San Nicasio. Allí, tras tomar un tren que la llevará hasta Atocha, deberá coger el metro (que tampoco vuela) para llegar al supermercado donde trabaja, en el barrio de Lavapiés.

Lleva más de tres años con contrato indefinido y, sí, está a gusto con lo que hace, está a gusto reponiendo y colocando toneladas de pescado congelado. Le va bien con el horario partido y con las condiciones que firmó, aunque ya ha intentado más de una vez opositar a celador. Dicen que no pagan mal y el horario es muy bueno para las pretensiones de tener un hijo.

Un trabajo para toda la vida. Seguro, teniendo como jefe el propio Estado. ¿Qué más puede desear?  

Elucubraciones que castañetean en su cabeza mientras el metro sigue su curso, ajeno a la gente que se sienta cada día, cada mañana, tarde o noche, hacia un destino diferente. Próxima estación, Lavapiés.

Camina despacio, sosegadamente, sorteando los charcos de la acera. No quiere mancharse ni mojarse ni sentir el invierno en sus pies. Sólo quiere llegar al trabajo y que las horas se le pasen volando. Le gusta sentir la sensación de esperar sólo cinco minutos y salir por la puerta ya, hasta el día siguiente.

Y así, con esa sensación de dejar pasar el tiempo y no pensar en él, echa la mañana no sin antes guardar un pequeño espacio en su cerebro donde el único habitante es Adrián, que por su parte, se ha entretenido toda la mañana en apuntar en un papel la de cosas que tiene que hacer en su casa para entretenerse en su semana de vacaciones.  

Adrián es pintor desde los 16 años. Empezó de peón, como empiezan todos los chavales de su pueblo que tiran por la borda el Graduado Escolar porque lo que desean es vivir la vida. 

Un tal día como hoy



Hace un día de perros. Madrid amanece fría y helada, con reminiscencias de la lluvia que cayó anoche. Hoy podría ser cualquier martes de cualquier mes de noviembre, sin embargo estamos ya en 2007 y nada me hace sospechar la que se nos viene encima dentro de unas horas, cuando periódicos de todo el mundo, informativos de radio y televisión y corredores de bolsa, descubran que los atisbos que sospechaban eran signos de una incipiente crisis financiera, se ha convertido en un monstruo lo suficientemente voraz como para acabar con los sueños toda una Nación. Nada hace presagiar que el paro se va a convertir en no una, sino la principal preocupación de la sociedad de nuestro país, con estadísticas muy por encima de otros puntos negros como el terrorismo, la inmigración o la propia política.

Como os digo, me levanté con la sensación de que era un día más, de que necesitaría la bufanda y los guantes de nieve como cualquier otro día de invierno y, sobre todo, de que todo sería igual. Nada pasa si no pasa nada…

Nada pasa…pero todo está pasando por delante de mis narices. Salgo de casa con la hora pegada a…con la hora pegada como siempre, bajo las escaleras de dos en dos, como siempre y me dirijo al metro si reparar en nada.