Un encuentro inesperado


Si se lo hubieran dicho hace unos meses, o unas semanas, o incluso unos pocos días, seguramente no se lo hubiera creído. Tenía tan en la cabeza que ya estaba todo perdido que ni en sus mayores deseos se hubiera imaginado que a las siete de la tarde del sábado recibiría una llamada gracias a la cual recuperaría una relación perdida hace más de 40 años.


El color de su cara pasó del rojo al blanco en cuestión de segundos y su expresión, de la calma más absoluta a la sorpresa. ¿Cómo habría conseguido su teléfono móvil? 

El temblor de sus manos, contagiado inmediatamente a su voz, pronto dejó paso a la emoción, a las lágrimas, al hipo...Era ella. Ella, 40 años más vieja pero cuatro décadas más ajada, más sabia y más tierna. Que recordaba su niñez como si todos los episodios del relato hubieran transcurrido ayer por la tarde. Que guardaba las marcas de los tortazos en su rostro por defenderle de sus chiquilladas como tesoros que habían ido ganando en valor con el paso del tiempo. Porque al fin y al cabo 40 años no son nada cuando se trata de volver a encontrarse.

Y como si de una tormenta se tratara, la calma reinó el salón de la casa de su hija a medida que las palabras fueron saliendo de su boca, cada vez más sosegadas, cada vez más aterciopeladas, con cariño. 

Tomó lápiz y papel y con intención de mandarle una carta para contarle qué había sido de su vida todos estos años, presentarle a su familia con instantáneas de papel y, de paso, felicitarle la Navidad, se dispuso a apuntar su dirección: Rúa 25 de abril, en Vilanova de Gaia. Ella prefirió pedirle su E-mail, más rápido, más efectivo. Con ello ganarían inmediatez. 

La noche siguiente puso la alarma a las 22:00 horas para encender el ordenador, a tientas, y conectarse al chat de Facebook. Sin pretenderlo, aquella llamada le había abierto las puertas a la reconciliación con buena parte de su pasado. Y a la vez, la dilatada conversación al teléfono, le había animado a coquetear con el PC, aquél aparato que parecía criar polvo en la habitación cada vez que su hijo salía de casa. 

A partir de entonces espera con impaciencia la llamada del reloj. 

Parece mentira, pero teclear cada noche, letra a letra, todas las sensaciones que le ha provocado el reencuentro, le está ayudando a mirar con otros ojos el futuro.  

Minuto 1

Una bocanada de aire marca el minuto uno para el comienzo de una nueva vida. Desde fuera, caras de felicidad y de ánimo ayudan a dar los últimos empujones que permitirán poner a cero todos los contadores. Un llanto, sin más lágrimas que las que salen por parte de los que presencian la escena, alivia la tensión acumulada durante horas de espera. 

Cansancio, emoción, tensión y nervios se unen para construir una nueva burbuja creada cuyas paredes están formadas simplemente por rayos de felicidad y reflejos de toda la emoción contenida. 

Ya estás aquí, temblando, proyectando bajo tus berridos la alegría de tus padres, abrazándote a la vida con toda la fuerza que tu pequeño y frágil cuerpo puede acaparar. Eres pequeña, pero lo suficientemente grande para no caber en el espectro óptico de quienes te observan dudando entre abrazarte hasta la extenuación o dejarte evolucionar a tu particular ritmo, el ritmo de los novatos, en el que un minuto no tiene sesenta segundos sino todo el tiempo que de repente ha puesto frente a ti la eternidad.

Localizas un punto al que agarrarte con la boca, y te enganchas a la vida, sin llantos, sin nervios, con toda la naturalidad que tu diminuto cuerpo es capaz de sobrellevar.

Y regalas pucheros y movimientos de boca que parecen marcar ya una temprana sonrisa, derrochando energía, inocencia y una enorme pureza, tan inmensa que consigue transformar todo el miedo de la novedad en ternura e instinto protector.

Te mueves, te mueves mucho. Lloriqueas y abres los ojos buscando algo que probablemente ni siquiera veas.

A continuación, una promesa, la de cuidarte hasta que te canses de que te cuiden inunda el minuto dos, el que sigue al del principio de todo, y que crecerá a medida que vayan pasando los microsegundos de esta vida que acabas de iniciar. 

La historia de los Salazar, parte I

Sus manos recorren una a una todas las esquinas de las fotografías del álbum. Le gusta tocar los pliegues que se forman, cada una de las capitas que aparecen cuando se “deshilacha” el papel. Y las mira con nostalgia, encajando esos momentos en las tantas lagunas que ha formado en su cabeza el paso del tiempo.

Angola, Zaire, Sudáfrica, Lisboa, Sagres o Madrid… Muchos lugares y numerosos momentos que van apareciendo con cuentagotas en su memoria y que le sirven para ir completando el puzzle en el que se ha convertido su pasado. ¿Cómo relatar cada recuerdo?, ¿cómo darle un sentido lineal a todo lo que ha vivido? Porque no hay nada escrito, nada que acredite siquiera su nacimiento en la Lisboa de 1956 o que demuestre de forma física que viajó y viajó, que recorrió un sinfín de lugares sin saber dónde depararía su periplo.


Hace unos años, ordenando la colección de pipas que su padre le dejó en su haber, pensó que tal vez nada ocurrió como recordaba. Porque por no recordar ya casi no se acuerda de cómo se dicen ciertas palabras en portugués, ha perdido la costumbre, la rapidez y la soltura de hablar en su idioma materno, por mucho que haga vagos intentos mientras suma los resultados de las partidas de dados de los domingos.

...Continuará...


Bostezos

Diez minutos es lo que suele tardar desde que sale del portal hasta que coge el primer tramo de las escaleras del metro. Y en ese ligero paseo consigue saborear el poco aire fresco que corre en estas mañanas de julio en Madrid. Observa cada ventana abierta, las dos o tres caras que a estas horas de la mañana se asoman tras el cristal abriendo la boca como si suspiraran, aunque en realidad boquean, se desperezan, se despiden del entumecimiento que produce dormir. A esas horas, los empleados de Correos se encaminan hacia su oficina o los conductores que pasan apresurados por el cruce hasta el puente, disimulan ante el retrovisor haber bostezado por cuarta vez desde que arrancaron el coche. 

Esos paseos le hacen feliz. Y, como los gatos cuando expresan satisfacción, bosteza, se tapa la boca con la mano y encara el viaje en metro hasta el trabajo como si fuera el primer día. 


La historia de los Salazar

INICIO

La vieja Telefunken Gavotte presidió el salón de mi casa durante toda mi infancia.  Ocupaba prácticamente todo el altillo del mueble, al lado de dos grandes jarrones con flores de tela y un extraño payaso de colores hecho de vidrio soplado cuya sonrisa nunca supe descifrar. Todos los elementos decorativos cambiaban de lugar y de posición de vez en cuando. A veces, mi madre provocaba una limpieza general con el único objetivo de mover el payaso de sitio, de reponer las flores de tela o de colocar viejas enciclopedias que ya nadie consultaba al lado de cualquier otra figurita que desde ese mismo momento decidía que presidiría el altillo. 

Nada robó nunca el reinado a la vieja Telefunken. De hecho aún hoy sigue cubriéndose de polvo con chulería, pero también con la solera y la grandeza que dan años y años de protagonismo. Continúa allí, muda, viendo pasar de forma impasible las miradas extrañas de las pocas visitas que reciben mis padres los domingos por la tarde. 

Tal vez tenga ya sesenta años, o setenta. Nunca llegué a saberlo con certeza. Forma parte de las muchas lagunas que conforman la vida de mi padre, tan llena de aventuras, de viajes a lejanos lugares de África, de romanticismo encerrado en cartas de amor que irremediablemente han amarilleado por el pasar de los años. 

Una historia que todavía me cuesta entender y de la que aún me faltan trazas que quizá nunca llegaré a conocer del todo. Porque tampoco sé cómo empezarla, ni qué momento puedo cifrar como el primero. Son tantos detalles, que a la hora de hilarlos parece que ninguno vaya a casar del todo. 

Porque la vida de Joao Salazar ha sido de todo menos aburrida. O al menos eso es lo que nos ha contado siempre. Hoy ya no recuerda muchos detalles, e incluso se sorprende al recordar fragmentos que nos relató una y mil veces a lo largo de nuestra niñez. Le vienen a la memoria nuevos momentos, nuevas caras y nombres y a la hora de narrarlo todo se convierte en un puzzle con un millón de piezas más que montar. Aunque de lo que estoy segura es de que sus recuerdos se aceleraron si echamos la vista atrás de tres años para acá...

Paseábamos por una calle ancha, llena de matorrales, en el camino que la naturaleza ha trazado desde la fortaleza de Sagres hasta las casas de pescadores que parecen delicadamente colocadas, de una en una, mirando de forma lejana al mar que se abre ante ellas. 

Hacía calor y ya estábamos cansados. Pero los ojos de mi padre brillaban con un color especial. Estaba recordando. Murmuraba que aquello ya lo conocía, que aquél paseo lo recorrió en innumerables ocasiones cuando no contaba con más de diez años. 

Aunque nunca he comprendido bien en qué parte de toda su historia se encaja que viviera en Sagres, lo cierto es que aquella tarde conocí a dos personajes fundamentales que otorgan gran peso a la misma. Mariela y José.


...Continuará

Un bracito en cabestrillo

Sus pasos se oyen desde la otra punta del pasillo y su risa resuena dentro de las habitaciones arrancando una sonrisa a todos los que tienen por compañeras de fin de semana a la almohada del hospital. 

Hoy empuja un carrito dentro del que permanece recostado un bebé de  goma del tamaño de una mano adulta. Es su muñeca nueva. Ayer fue un globo amarillo, regalo de sus abuelas por su primer cumpleaños.

Y su madre, que la mira de reojo, sonríe admirando la entereza de su hija pequeña, que con una mano parece solucionar hasta los mayores problemas del mundo. 

Una enfermera se adentra en su habitación. Es la hora de las curas. Pero no se asusta con las gasas, las pinzas y los enjuagues, porque un caramelo le devuelve al estado de ensoñación que curiosamente todos olvidamos a medida que nos vamos alejando de la infancia. - ¡Rico! - grita entusiasmada mientras pide con la mirada a su madre que le desenvuelva el dulce para llevárselo a la boca. 

Parece que mañana le darán el alta. Ella no lo sabe, pero su madre le tiene preparada en casa una fiesta sorpresa. De pronto la ilusión por verla en pijama paseando por los pasillos de la casa devuelve la sonrisa al rostro de su madre, que carga desde hace días con la preocupación de ver a su pequeña, por culpa de un brasero, con un brazo en cabestrillo. 

Su obsesión

Hace ya medio año que está de baja, pero cada rincón de su casa sigue recordándola lo mal que le trata la gente, lo que la miran, lo mal que hablan de ella, sus cuchicheos y malas formas. Motivos que, entre otros, fueron las razones que la empujaron al médico. 

Porque, como dice para sí, ir al psiquiatra no significa estar loca, aunque por momentos sienta que la persiguen sombras de aquello que fue, de aquellos que acompañaron sus pasos años atrás, de sueños que quería que ocurriera pero que no mostraron ni la patita bajo la puerta. 

Ha colocado su sofá preferido lo más alejado posible de la ventana del salón. Se sienta, se agazapa arropada con una manta y poco a poco va siendo engullida, mientras mira para el techo, atemorizada, con los ojos como platos, deseando morirse y por fin capitular. 

Su marido entra en casa y ella le mira, le grita, quiere que se vuelva a marchar. Porque no es fácil querer sentirse sola cuando tiene a alguien mirándola permanentemente. 

Y sus pensamientos huyen, a una velocidad estrepitosa, hacia un lugar que verdaderamente puede ofrecerle paz: su pueblo.

Pero el timbre del teléfono rompe su ensimismamiento y la devuelve al estado catatónico en el que lleva inmersa desde hace meses. Llaman del trabajo. Y otra vez el escudo en que ha convertido su expresión se vuelve duro como la piedra y trata de mantener la calma durante la conversación con una compañera. 

- "No quiero que me llames tanto"- dice, ruega, expresa al teléfono intentando no mostrar dolor.

- Quería saber cómo estabas - responde su interlocutora

Y de pronto un grito, regueros de lágrimas y reproches que no tienen razón de ser ponen punto y final a la conversación. 

Tal vez no fue buena idea coger el teléfono. Pero, ¿y si lo que quería era saber si me encuentro bien? Tal vez haya llamado sólo para tener algún tema de conversación mañana a la hora del café. 

Y vuelve a arroparse con la manta, alargándola hasta taparle prácticamente la cara. Nunca, nunca, se sintió tan insegura. Y poco a poco, vuelve a encontrar en la infelicidad y la frustración las sensaciones que necesita para regalarse una pequeña siesta. 

Una bienvenida anticipada

Tengo tantas cosas que enseñarte que seguramente cuando llegue el momento, no sabré por dónde empezar. Serán los árboles del parque, las tiendas del barrio, los vecinos...serán tantas cosas que no puedo dejar de pensar en la cantidad de información que aún me queda por organizar para que no te asustes cuando la veas. 

De momento me conformo con seguir mirando tu fotografía con tremenda ternura. Con imaginarme acariciándote mientras duermes o simplemente mientras miras el nuevo mundo en el que vas a vivir. Me conformo con imaginarte.

Porque no sé cómo eres aún ni cómo serás. Ni siquiera el color de tu pelo o el de tus ojos. No sé más de ti que lo que imagino. Y ese imaginar me arranca grandes sonrisas por la mañana, porque sin tenerte aún, ya consigues hacerme feliz.