Su obsesión

Hace ya medio año que está de baja, pero cada rincón de su casa sigue recordándola lo mal que le trata la gente, lo que la miran, lo mal que hablan de ella, sus cuchicheos y malas formas. Motivos que, entre otros, fueron las razones que la empujaron al médico. 

Porque, como dice para sí, ir al psiquiatra no significa estar loca, aunque por momentos sienta que la persiguen sombras de aquello que fue, de aquellos que acompañaron sus pasos años atrás, de sueños que quería que ocurriera pero que no mostraron ni la patita bajo la puerta. 

Ha colocado su sofá preferido lo más alejado posible de la ventana del salón. Se sienta, se agazapa arropada con una manta y poco a poco va siendo engullida, mientras mira para el techo, atemorizada, con los ojos como platos, deseando morirse y por fin capitular. 

Su marido entra en casa y ella le mira, le grita, quiere que se vuelva a marchar. Porque no es fácil querer sentirse sola cuando tiene a alguien mirándola permanentemente. 

Y sus pensamientos huyen, a una velocidad estrepitosa, hacia un lugar que verdaderamente puede ofrecerle paz: su pueblo.

Pero el timbre del teléfono rompe su ensimismamiento y la devuelve al estado catatónico en el que lleva inmersa desde hace meses. Llaman del trabajo. Y otra vez el escudo en que ha convertido su expresión se vuelve duro como la piedra y trata de mantener la calma durante la conversación con una compañera. 

- "No quiero que me llames tanto"- dice, ruega, expresa al teléfono intentando no mostrar dolor.

- Quería saber cómo estabas - responde su interlocutora

Y de pronto un grito, regueros de lágrimas y reproches que no tienen razón de ser ponen punto y final a la conversación. 

Tal vez no fue buena idea coger el teléfono. Pero, ¿y si lo que quería era saber si me encuentro bien? Tal vez haya llamado sólo para tener algún tema de conversación mañana a la hora del café. 

Y vuelve a arroparse con la manta, alargándola hasta taparle prácticamente la cara. Nunca, nunca, se sintió tan insegura. Y poco a poco, vuelve a encontrar en la infelicidad y la frustración las sensaciones que necesita para regalarse una pequeña siesta.