Agustín

No podía decirse que Agustín fuera una persona sigilosa. Le gustaba el ruido y le gustaba oírse. Cuanto más alto, mejor.

Por eso cada mañana, después de comprarse un café con leche para llevar del Café&Té de la Plaza de Chamberí, se sentaba al borde del escaparate de la Unión Mutual Aseguradora, en el escalón que da a la Calle Santa Engracia. Siempre en el mismo lugar, mirando al mismo lado. Y comenzaba a dar los buenos días a los viandantes. Alto. Fuerte. Decidido. Hasta conseguir una sonrisa o, aún más, una respuesta.

Unos le miraban con pena. "Le falta un tornillo", pensarían otros. Algunos incluso le respondían. Estos últimos eran los más. Los que luego en la oficina comentaban lo simpático del saludo mañanero "del que se pone en lo de los seguros".

Hasta que un día dejó de hacerlo.

Pasó una semana desde el último 'Buenos días' hasta que me enteré de que la víctima el atropello del cruce de Luchana tenía nombre.

Desde entonces, se echa de menos a Agustín y su saludo mañanero. Se echa de menos la provocación a tener que responder al "¿O no, señorita?". Se echa de menos la sonrisa que sale al ver cómo algunos se asustan al tener que dejar de ser transparentes camino del trabajo.

Al fin y al cabo, es lo que tiene Madrid: todo el mundo es anónimo hasta que ocurre una desgracia.

Felpa

Tocaba el violín en zapatillas de andar por casa porque pensaba que era la mejor forma de inspirarse y que las notas le salieran derechas. Tocaba sentado en una sillita de camping, unas veces con y otras sin calcetines; con una camiseta vieja y los pantalones de chándal. No quería dar pena, y realmente lo conseguía. Quería atrapar miradas, que su música arrancase sonrisas a los viajeros que, de mañana en mañana escalaban las mecánicas intentando robarle minutos al reloj para no llegar tarde al trabajo.

Y lo conseguía.

Desde que pasó el casting de músicos del Ayuntamiento, pudo hacerse con un sitio fijo en la estación de Alonso Martinez, en un lugar a medio camino de la salida de la línea 10 y la entrada a la 4.

Postrado en su sillita plegable, anunciaba las 'en punto' y las 'y media' a golpe de Radetzky, entonando a Mozart y otras veces interpretando las cuatro estaciones de Vivaldi y El cascanueces de Tchaikovsky. Todas seguidas, que es como mejor entiende la gente cada pieza.

Y él era feliz durante las cuatro horas en que tocaba. Feliz viendo sonreir a la gente. Feliz por poder dar pequeños conciertos en zapatillas de felpa.

Al fin y al cabo, pensaba, ¿quién no puede disfrutar de la música en ropa de andar por casa? El buen público puede encontrarse en cualquier lado.