Las últimas uvas

Un escalofrío denso la envolvió todo el cuerpo con la última campanada. Estaba todo hecho y ahora sólo quedaba olvidarlo... O tal vez convertirlo en una de esas lagunas que dicen que aparecen cuando se tiene un recuerdo traumático.

Fijando la mirada en un punto imaginario de la pared y con los ojos bien abiertos, dejó volar su imaginación y sus recuerdos, con la esperanza de que, al igual que las cenizas, se dispersaran por el cielo nocturno de este Madrid en celebración, que sonaba a petardos y matasuegras.

Y su mente se plagó de bofetadas, de empujones y malas palabras. Su ojos se tornaron tristes y volvió a sentirse desdichada. Por lo que fue, por lo que era.

Sacudió la cabeza con intención de esparcir por la sala el ensimismamiento que la había atrapado durante un rato. Marcó una media sonrisa en su boca y se levantó de la silla con la sensación de que su cuerpo ahora pesaba 50 kg más. 

Recogió las pipas de las uvas que previamente peló antes de comerse y con movimientos sorprendentemente pausados, se levantó y se dirigió hacia la cocina para deshacerse de los últimos vestigios del 2012. 

Dice la tradición que es bueno pedir un deseo por cada uva que se toma. Un deseo por mes. Pero sólo quería olvidarlo todo, empezar el nuevo año saboreando las cosas que le regalaría la vida por primera vez a ella sola. 

Y como si se tratara de un vecino molesto, de repente la culpa hizo 'toc toc' en la puerta de su conciencia. Sin pensarlo dos veces, agarró el teléfono con las dos manos y mirando fijamente el cadáver de su marido que yacía inerte sobre la alfombra del salón, marcó el número de la policía y confesó haberlo matado.

"Por cierto, agente, Feliz 2013", pronunció antes de colgar y derrumbarse en el suelo envuelta en un mar de amargas lágrimas. 

Cómo cambian las cosas

Cuando era pequeña, la noche de reyes me parecía eterna. Tumbada en la cama, sentía pasar las horas mirando al techo, con los ojos bien abiertos observando la oscuridad de mi habitación, mientras mi hermano dormía a mi lado apretando bien los puños porque cuando sobreviniera la mañana, el salón estaría repleto de regalos.

Pero esa noche era sólo la guinda de unos días especiales, de unas vacaciones especiales, en las que la familia reía, comía polvorones y engullía tremendas cantidades de comida hecha especialmente para la Nochebuena. 

Con el paso de los años recomiendan no perder la inocencia de la infancia, recomiendan ver todos con los ojos de cuando tenías que girar la cabeza hacia arriba para mirar las caras de los adultos. Y hoy, aunque ya puedo mirar de frente, tengo la sensación de que estas fiestas guardan un especial color para aquellos que son capaces de valorar las guirnaldas, los espumillones y las luces como lo haría un niño pequeño. 

Son días para recordar, para abrazar sintiendo el calor del otro, para sonreír e ilusionarse haciendo ruido al explotar el envoltorio de los polvorones. 

Y ésa debe ser la forma de ver las cosas el resto del año. Como un ciclo en el que cada mes se corresponde con un dibujo que lo identifica, imaginando figuras donde sólo hay un color, descubriendo cosas por primera vez aunque sea la enésima que las vemos...


Carcajadas

Todas las noches, después de trabajar, se quedaba frente al espejo  mirándose con expresión extraña, mientras apoyaba el algodón sobre sus párpados intentando borrar las sombras blancas y rojas del maquillaje. Le costaba quitarse toda la pintura de una vez, e incluso algunas mañanas llegaba a amanecer con algunos restos bajo las cejas. 

'Esto ha sido todo, amigos', se decía para sí, mientras dejaba resbalar sobre su rostro las últimas gotas de agua fresca de cada día. Se pasaba la mano sobre el pelo, lo revolvía y se dirigía a la cama de nuevo, imitando las sonrisas ganadas tras la jornada. 

Estiraba la ropa de trabajo sobre la cama, rompía los pliegues mal formados de las telas de colores y la llevaba a lavar. Y de camino a la cocina, pensaba en el atuendo del día siguiente, tenía que impresionar.

Una noche decidió no estirar el uniforme. Y a la noche siguiente, decidió no echarlo a lavar. Pensaba que a medida que fuera dejando de hacer tareas rutinarias, conseguiría atrapar un poco más la alegría mostrada durante su trabajo. Tal vez, de fingida, pasaría a real. 

Una mañana en que amaneció pintado tal como se fue a la cama, decidió marcar aún más la sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, decidió curvar aún más los arcos que ya le sobrepasaban las cejas y exageró, con rojo carmín, los rosetones de sus mejillas. 

Quería reír, escapar de aquella casa y recuperar la carcajada que ayer, un niño le dedicó junto a su madre en el hospital. 

Pocos trabajos como aquél le reportarían tanta felicidad. Pocos gestos como el que llevaba marcado en sus mejillas le recordarían que lo único que no ha de perderse la vida, debe ser la sonrisa.