Cuando era pequeña, la noche de reyes me parecía eterna. Tumbada en la cama, sentía pasar las horas mirando al techo, con los ojos bien abiertos observando la oscuridad de mi habitación, mientras mi hermano dormía a mi lado apretando bien los puños porque cuando sobreviniera la mañana, el salón estaría repleto de regalos.
Pero esa noche era sólo la guinda de unos días especiales, de unas vacaciones especiales, en las que la familia reía, comía polvorones y engullía tremendas cantidades de comida hecha especialmente para la Nochebuena.
Con el paso de los años recomiendan no perder la inocencia de la infancia, recomiendan ver todos con los ojos de cuando tenías que girar la cabeza hacia arriba para mirar las caras de los adultos. Y hoy, aunque ya puedo mirar de frente, tengo la sensación de que estas fiestas guardan un especial color para aquellos que son capaces de valorar las guirnaldas, los espumillones y las luces como lo haría un niño pequeño.
Son días para recordar, para abrazar sintiendo el calor del otro, para sonreír e ilusionarse haciendo ruido al explotar el envoltorio de los polvorones.
Y ésa debe ser la forma de ver las cosas el resto del año. Como un ciclo en el que cada mes se corresponde con un dibujo que lo identifica, imaginando figuras donde sólo hay un color, descubriendo cosas por primera vez aunque sea la enésima que las vemos...
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