Adornos

Desde el suelo, observa a su madre que acaba de subirse a un altillo para rescatar del fondo del armario una caja de cartón llena de trastos. Decide empezar a entretenerse con la cinta de espumillón dorado que se ha quedado solitaria en el pasillo.

Observa cómo, con suma delicadeza, su madre coloca pieza a pieza todas las figuritas del belén: los pastores, las ovejas, los puentes y las casitas, mientras él decide enroscarse el cuello con la cinta, a modo de bufanda.

Terminado el pequeño poblado, con su mugso y su pesebre, su madre ha regresado al armario a por una caja de cartón del tamaño de su hermano mayor. De una bolsa de tela marrón, saca tres bolas. Brillan. Están prendidas de un hilo y desde ahí, tal como hace su madre, quedarán todas colgadas de cada una de las ramitas de ese abeto verde que ahora ocupa la mitad de su salón.

Le gusta acercar sus dedos a la purpurina que va soltando sobre el suelo una de las bolas doradas del árbol.

En un momento, el árbol ha quedado adornado con bolas de mil colores, una estrella dorada en lo alto y unas cuantas tiras llenas de lucecitas de muchas tonalidades diferentes.

- Mamá, ¿nosotros somos más de árbol o de belén? -, le pregunta el pequeño, sorprendido de que en un momento se haya transformado su casa.

- De las dos cosas, hijo. De las dos cosas -, le responde la madre, que le mira con tristeza, intentando mantener la alegría en unas fechas que parecen haber abandonado la sinceridad hace ya muchos años.

Feliz Navidad

Viajeros al tren

El metro de Madrid y sus gentes son un abanico de muestras de lo que uno se puede encontrar en la sociedad. Hay personas amables que, al entrar saludan bien con la cabeza, bien de palabra, al taquillero que impaciente mira el reloj cada cinco minutos por ver si ha llegado ya su hora de salida. Los hay que no saludan y lo miran con recelo, no se sabe bien si envidiando su calmado trabajo o anhelando poder custodiar, como él, la entrada a partir de los tornos al interior de la ciudad.

También hay otros que pasan cabizbajos, con prisa, con sueño...y no saludan.

Y si llegados al andén, el suburbano emite el pitido que indica que se cerrarán de inmediato sus puertas, encuentras caras sonrientes de aquellos que corren y saben que llegarán a entrar, también están los que ni siquiera corren y sólo divisan con la mirada el cartel de neón que indica cuánto tardará el siguiente, o los que ya por correr, se desesperan.

Dentro del vagón aguardan aquellos otros que sí entraron, o los que venían de otra estación. Los hay que leen, los hay que observan a los que afuera corren para llegar a entrar, y hay también los que como yo, observan las jugadas del resto esperando encontrar la inspiración para escribir un relato sobre el metro y sus viajeros.

Madrid

Madrid es olor a cesped mojado en el parque en primavera; adoquines sueltos al pasar con prisas; socavón. Es cartel de "prohibido el paso. Obreros trabajando"; es metro, y luminosos anunciando que el siguiente, se retrasará "por incidencia en la línea".
Madrid es claxon; semáforo que se torna ámbar y coches que, en fila, esperan su turno para continuar la marcha.
Es gente, es mil razas, mil caras y mil identidades desconocidas. Es pasear por el rastro sorteando los puestecillos de Ribera de Curtidores; es organillo; bocadillo de calamares en la Plaza Mayor. Es patatas bravas y cerveza Mahou. Es el Mercado de San Miguel y sus coloridos escaparates repletos de hortalizas. Es Iglesia de San Nicolás y La Almudena vista de lejos desde un callejón.
Es Cortylandia y chocolate en San Ginés. Es churros y porras en el desayuno y patatas fritas a media tarde, cuando va cayendo el sol y las turbias aguas del Manzanares abrazan pequeños destellos plateados que lo hacen brillar.
Madrid es calor en verano y frío seco en invierno. Es prisas; perderse, plano en mano, por las tantas líneas del suburbano. Es risa. Es pradera de San Isidro, romería en Las Vistillas y traje de chulapa. Chotis. Zarzuela.
Es Museo de Prado en la línea 34 de autobús. Madrid es Retiro, y Casa de Campo. Es Zoológico. Ilusión de un niño que ve los delfines por primera vez. Madrid es Feria del Libro y la ilusión de una dedicatoria en la hoja en blanco que precede al prólogo.
Es Gran Vía; Plaza de la Villa y Campanadas en Sol, que resuenan a través de millones de televisores cuando lo que vibra, en realidad, es la emoción de la gente por sumar un año más a su haber.
Pero también es Sierra, río, campo, camino, Denominación de Orogen. Aunque dispersa, Madrid es raíz, es Historia e identidad por encima de la impersonalidad con la que tratan de embadurnarla algunos..

Después de tantos años

Google le arrojó un nuevo resultado a su búsqueda. De entre las 10.000 apariciones encontradas, allí volvía a estar ella. Tan seria, tan pelirroja, con esa mirada tan llena de vida, tan...ella.

Llevaba meses tecleando las mismas palabras en el buscador para poder encontrarla. Y aunque la primera vez fue por pura casualidad, había de reconocer que las sucesivas, habían sido totalmente premeditadas.

Aún recordaba cómo, la primera vez que vio su foto parpadear en la pantalla del ordenador, un escalofrío recorrió su cuerpo. Sus recuerdos le llevaron a los años de internado, a los tiempos de pupitre, lapicero y goma de borrar. Años en en que la distancia entre ellos eran apenas un par de baldosas o tres.

Hoy les separa algo más.

Quién sabe, tal vez una llamada al teléfono que aparece de la empresa en la que se supone trabaja, le saque de dudas. ¿Le habrá cambiado mucho la voz?,¿seguirá dibujando las eses con el tono? ¡Qué caprichosa es la imaginación! No tiene remedio, está seguro de que seguirá siendo perfecta.

Medio día y cinco búsquedas después, se decide a marcar y pregunta por ella.

La música de espera le impacienta. No te pongas nervioso, se dice, mientras siente que no puede parar de mover los pies y de repiquetear los dedos de la mano izquierda contra la mesa.

- ¿Hola? - responde una voz al otro lado de la línea.

Sin duda sigue siendo tan...ella. Tiene la voz aterciopelada y el tono suave. Es ella. Google no miente. Es ella.

- Hola - le responde, no sin antes sentir que una palabra tan corta, de apenas cuatro letras, se le antoje tan complicada y le empuje al borde del tartamudeo.

- Seguramente no te acuerdes de mí, estudiamos juntos hace muchos años...

Y así, prosigue una conversación que apenas durará un par de minutos más y que le ha proporcionado una cita para tomar un café la semana que viene.

Él aún no lo sabe, pero ese día tropezará cuatro veces con el perchero de su recibidor antes de salir de casa, se equivocará de salida en el metro y el no encontrar a la primera la calle en la que han quedado, le obligará a utilizar la aplicación del 'Navegador' del móvil, avergonzado ante los transeúntes que lo ven sudar de angustia en pleno enero.

Tomarán ese café y se preguntará después por qué no la buscó antes. De ese modo, el encuentro hubiera sido más pronto.

"Ahora -se dirá- con tal de verla, la espera, ha merecido la pena".

Agustín

No podía decirse que Agustín fuera una persona sigilosa. Le gustaba el ruido y le gustaba oírse. Cuanto más alto, mejor.

Por eso cada mañana, después de comprarse un café con leche para llevar del Café&Té de la Plaza de Chamberí, se sentaba al borde del escaparate de la Unión Mutual Aseguradora, en el escalón que da a la Calle Santa Engracia. Siempre en el mismo lugar, mirando al mismo lado. Y comenzaba a dar los buenos días a los viandantes. Alto. Fuerte. Decidido. Hasta conseguir una sonrisa o, aún más, una respuesta.

Unos le miraban con pena. "Le falta un tornillo", pensarían otros. Algunos incluso le respondían. Estos últimos eran los más. Los que luego en la oficina comentaban lo simpático del saludo mañanero "del que se pone en lo de los seguros".

Hasta que un día dejó de hacerlo.

Pasó una semana desde el último 'Buenos días' hasta que me enteré de que la víctima el atropello del cruce de Luchana tenía nombre.

Desde entonces, se echa de menos a Agustín y su saludo mañanero. Se echa de menos la provocación a tener que responder al "¿O no, señorita?". Se echa de menos la sonrisa que sale al ver cómo algunos se asustan al tener que dejar de ser transparentes camino del trabajo.

Al fin y al cabo, es lo que tiene Madrid: todo el mundo es anónimo hasta que ocurre una desgracia.

Felpa

Tocaba el violín en zapatillas de andar por casa porque pensaba que era la mejor forma de inspirarse y que las notas le salieran derechas. Tocaba sentado en una sillita de camping, unas veces con y otras sin calcetines; con una camiseta vieja y los pantalones de chándal. No quería dar pena, y realmente lo conseguía. Quería atrapar miradas, que su música arrancase sonrisas a los viajeros que, de mañana en mañana escalaban las mecánicas intentando robarle minutos al reloj para no llegar tarde al trabajo.

Y lo conseguía.

Desde que pasó el casting de músicos del Ayuntamiento, pudo hacerse con un sitio fijo en la estación de Alonso Martinez, en un lugar a medio camino de la salida de la línea 10 y la entrada a la 4.

Postrado en su sillita plegable, anunciaba las 'en punto' y las 'y media' a golpe de Radetzky, entonando a Mozart y otras veces interpretando las cuatro estaciones de Vivaldi y El cascanueces de Tchaikovsky. Todas seguidas, que es como mejor entiende la gente cada pieza.

Y él era feliz durante las cuatro horas en que tocaba. Feliz viendo sonreir a la gente. Feliz por poder dar pequeños conciertos en zapatillas de felpa.

Al fin y al cabo, pensaba, ¿quién no puede disfrutar de la música en ropa de andar por casa? El buen público puede encontrarse en cualquier lado.

Con prisa o sin prisa, se llega al mismo lado

Cada mañana sabía cuántos minutos se retrasaría en llegar al trabajo según cuánto esperaba frente al paso de cebra. Si el semáforo acababa de cambiar a rojo, tal vez no llegara al andén antes de y media. Por eso cruzaba sin esperar. Cruzaba corriendo o a paso muy ligero, por medio de la carretera, sorteando charcos en invierno y buscando las pocas sombras que regalaban en verano los chopos a los vecinos del barrio.

No lo podía remediar. Con el tiempo, le acabaron gustando las prisas, le cogió gusto a ir corriendo a todos los lados. La mayoría de las veces por gusto a la impuntualidad, todo sea dicho. Le gustaba sentir en el estómago las cosquillitas que le provocaban el pensar que llegaba tarde. Y sobre todo tenía claro que prefería que le esperaran, a esperar. No había nacido para ser el que aguarda.

Tampoco se ponía reloj. Consideraba que era como llevar una cadena atada al cuerpo, la del tiempo. Le gustaba más calcular los minutos y las horas según el metro, las tiendas, los semáforos, el telediario... Así se creía más libre. Se creía dueño de su tiempo.

Y así, con esa seguridad, decidió un día hacer un experimento: esperaría...

Y esperó... Abrió los ojos cinco minutos antes de que sonara el despertador. Se vistió, desayunó y se lavó los dientes con prisa inhabitual. Bajó las escaleras de dos en dos y al llegar al cruce esperó a que el semáforo cambiase a verde.

Al llegar al andén, esperó los 7 minutos que tardaría en llegar el próximo metro. Y después de recorrer la media hora que duraba el trayecto al trabajo, esperó frente a la puerta lo que para él fue toda una eternidad. Cinco minutos después entró en la oficina con la sensación de haber hecho la buena obra del día consigo mismo: se había regalado un poco de orden. Y se dio cuenta de que de un modo u otro, al final las prisas nunca son buenas.

Cartones

Y de repente el barrio se llenó de cartones, de gente que se resguardaba dentro de las cabinas que dan entrada a los bancos, refugiándose dentro y cuidándose de no pasar más tiempo a la intemperie aguantando el frío de febrero en Madrid.

De repente los cartones desaparecieron de al lado de los contenedores amarillos, desaparecieron del borde de las aceras, desaparecieron de todos los lados.

Y la lluvia quiso quedarse en la ciudad, a sabiendas de que no existían materiales que la absorbieran, a sabiendas de que empaparía cada baldosa, los adoquines, los pasos de cebra y hasta la hierba de los parques, que más mustia que verde, resistía los empaques del invierno.

Y de repente, el barrio se volvió oscuro, se llenó de gente sin casa, que convertía los pórticos en hogar y los cubos de basura en baúles repletos de sorpresas por descubrir.