Tocaba el violín en zapatillas de andar por casa porque pensaba que era la mejor forma de inspirarse y que las notas le salieran derechas. Tocaba sentado en una sillita de camping, unas veces con y otras sin calcetines; con una camiseta vieja y los pantalones de chándal. No quería dar pena, y realmente lo conseguía. Quería atrapar miradas, que su música arrancase sonrisas a los viajeros que, de mañana en mañana escalaban las mecánicas intentando robarle minutos al reloj para no llegar tarde al trabajo.
Y lo conseguía.
Desde que pasó el casting de músicos del Ayuntamiento, pudo hacerse con un sitio fijo en la estación de Alonso Martinez, en un lugar a medio camino de la salida de la línea 10 y la entrada a la 4.
Postrado en su sillita plegable, anunciaba las 'en punto' y las 'y media' a golpe de Radetzky, entonando a Mozart y otras veces interpretando las cuatro estaciones de Vivaldi y El cascanueces de Tchaikovsky. Todas seguidas, que es como mejor entiende la gente cada pieza.
Y él era feliz durante las cuatro horas en que tocaba. Feliz viendo sonreir a la gente. Feliz por poder dar pequeños conciertos en zapatillas de felpa.
Al fin y al cabo, pensaba, ¿quién no puede disfrutar de la música en ropa de andar por casa? El buen público puede encontrarse en cualquier lado.
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