La moneda

De manera telegráfica le vino a decir que se marchara. Fue un gesto rápido, pero preciso, de efecto instantáneo, pues ella se dirigió presta hacia su bolsa de deporte y salió del local sin hacer apenas ruido.

Mientras, él continuó limpiando la barra con la misma parsimonia de antes del vocerío, insistiendo más en las manchas de café que en las migas, levantando con repelús las copas de caña y los platillos del café, por si debajo de alguno estaba la moneda por la que esos dos habían iniciado la bronca.

Meneaba la bayeta sin demasiado garbo, pues sin querer, desde las primeras voces, sus ojos no podían dejar de mirar al abuelo de la boina, que fue el primero en pasar de los insultos a las manos, propinando a su contrincante la primera bofetada.

Del meneo, al otro se le cayeron hasta las gafas al suelo y, rotos los cristales y la poca dignidad que parecía haber sacado de casa ese día, rota también cualquier negociación a la que pudieran haber llegado.

El golpe resonó de punta a punta de la cafetería e hizo que los tres clientes que removían amargamente el café, salieran escopeteados por la puerta.

Los viejos se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo, diciéndose no sé qué y no sé cuantos e insultándose como si no hubiera un mañana. Y de las palabras, pasaron a los azotes y de estos... a la extenuación más absoluta.

"Si es que tenemos una edad, Manolo".

Y acto seguido, el de la boina recompuso su atavío, como si realmente estuviera frente al espejo del portal de su casa. Chaleco raso,  cinturilla del pantalón bien subida... Metió su mano derecha en el bolsillo y sacó la moneda que al parecer había sido el motivo de la disputa.

"Manolo, que te he dicho que hoy pago yo".

Sinceramente tuyo

Madrid, 15 de abril de 2011

Hola, 

Parece mentira, pero ya hace más de un año que desistí de aquella invitación nunca respondida. Aquel café ya se quedó frío, tal vez sobre la mesa de algún bar cercano, y mi esperanza de volver a verte, helada, perdida y desolada, porque no lo hice, porque no apareciste ni contestaste mi llamada. 

Recuerdo que el tono sonó varias veces hasta que decidí colgar. Puede que fueran tres o cuatro...no lo recuerdo. Seguro que fueron más de dos. Mis nervios a flor de piel y mi mente pensando rauda una frase que decirte, sin sentido y sin espera de una respuesta igual de elaborada. 

Después, varios mensajes al móvil, un mail, más llamadas. Nada.

Sólo me queda la esperanza de que unas letras escritas sobre un papel, este papel, te hagan ver que te echo de menos y que aquel café aún sigue estando entre mis planes para cualquier fin de semana que quieras o en que te apetezca compartir azucarillos, unas risas o simplemente un café con posos, de los de cafetera de bar. 

Porque nada ha cambiado desde entonces. Sigo entonando el mea culpa  por no haber sabido educar a mi perro, por encontrarme solo cada vez que llego a casa y por gastar más de lo que puedo permitirme. Estos, ya sabes, son mis pecados confesables. Los otros, los demás, pensaba compartirlos contigo frente a un café solo...o con leche. 

¿Sabes? Sigo en el paro. Continúo soñando con esa oportunidad que nunca me llega. He hecho algunos bocetos desde aquél que te dije que haría a todo color..., pero nada. Están escondidos en el cajón, junto a los retratos y los bodegones que le hice a mi madre. Como te decía, nada ha cambiado. 

Sigo teniendo miedo a la página en blanco, al lienzo vacío, a las acuarelas que me amenazan entre color y color con no querer colorear nada. Y ni siquiera los carboncillos me ayudan. Puede que me haya quedado sin ideas. Sin ideas y sin ganas de esperar más ese café que me debes y no llega. 

Sólo espero que estés bien. Al menos, más que yo. 

Sinceramente tuyo. 

Yo.