Hace un día de perros. Madrid amanece fría y helada, con reminiscencias de la lluvia que cayó anoche. Hoy podría ser cualquier martes de cualquier mes de noviembre, sin embargo estamos ya en 2007 y nada me hace sospechar la que se nos viene encima dentro de unas horas, cuando periódicos de todo el mundo, informativos de radio y televisión y corredores de bolsa, descubran que los atisbos que sospechaban eran signos de una incipiente crisis financiera, se ha convertido en un monstruo lo suficientemente voraz como para acabar con los sueños toda una Nación. Nada hace presagiar que el paro se va a convertir en no una, sino la principal preocupación de la sociedad de nuestro país, con estadísticas muy por encima de otros puntos negros como el terrorismo, la inmigración o la propia política.
Como os digo, me levanté con la sensación de que era un día más, de que necesitaría la bufanda y los guantes de nieve como cualquier otro día de invierno y, sobre todo, de que todo sería igual. Nada pasa si no pasa nada…
Nada pasa…pero todo está pasando por delante de mis narices. Salgo de casa con la hora pegada a…con la hora pegada como siempre, bajo las escaleras de dos en dos, como siempre y me dirijo al metro si reparar en nada.
Pero ese día, no sé por qué, no rechazo el periódico gratuito que me ofrecen todas las mañanas estudiantes a tiempo parcial que trabajan desde las 6 de la mañana repartiendo noticias insulsas que la gente suele leer en 20 minutos de pie camino del trabajo, en un metro que no vuela, sino que se para en cada estación una media de dos minutos y medio pidiendo a gritos una revisión de la línea.
Mientras espero a que llegue mi tren, ojeo el periódico y no reparo en ninguna noticia de las que trae. No reparo en la cantidad de malas noticias que empiezan a cortar como un bisturí la tranquila evolución de nuestra economía (“El sector de la construcción en EEUU cae bruscamente y baja el precio de las viviendas”; “El Banco de Inglaterra admite que la crisis hipotecaria de EEUU afectará a Reino Unido”; “El G7 advierte del empeoramiento de la economía mundial”; “Wall Street sufre una de sus mayores caídas”; “El peligro a que la recesión de EEUU contagie al resto de economías está debilitando e mercado).
Dejo el periódico en un banco del andén siguiendo las instrucciones del propio periódico: ‘No me tires, compárteme’. Monto en el vagón y mi mente se abstrae observando a la mujer que se sienta en el hueco reservado a minusválidos. Lleva tacones y por su atuendo acertaría si dijera que trabaja de ejecutiva en alguna inmobiliaria por la zona de Plaza de Castilla.
Por fin, aunque con 10 minutos de retraso, llego al trabajo. Los ánimos de mis compañeros no difieren en nada a los de cualquier mañana de noviembre. Miro el reloj y calculo que sólo me quedan dos horas para terminar de organizar el trabajo, repartir los planos y comenzar a producir. Por cierto, soy autónomo. Hace poco más de un mes me embarqué en la que, pensé, iba a ser la oportunidad de mi vida, la oportunidad de ser mi propio jefe, como quien dice.
Deseché una suculenta indemnización de más de ocho años de trabajo en el sector de la construcción. La idea de independizarme de mi jefe rondaba en mi cabeza desde hacía más de dos años. Creía que si era capaz de producir y trabajar de la manera que venía haciéndolo por qué no iba a ser capaz de ponerme por mi cuenta y ser yo mismo quien distribuyera el trabajo. Era todo un reto.
Pensé muchas noches en las palabras de mi abuelo: “Nunca trabajaría para nadie. Por mí solo me valgo”. Claro, que trabajar en el campo extremeño en los años de la Guerra es parcialmente diferente a ganarte la vida de obra en obra en plena expansión del negocio inmobiliario en Madrid.
Pero siempre me gustaron los retos. Mis pensamientos e ideales iban acorde a no tener que dar cuenta a jefe alguno; a trabajar a mi aire; rendir más que lo que rinde un trabajador al uso, que se ve presionado a tiempos y a jornales impuestos…En fin, ser mi propio jefe. Hasta que un día sucedió: sin darme cuenta estaba sentado delante de un gestor que me inundaba de cuentas, números y posibles trabas administrativas que podría encontrarme a la hora de emprender. Lo justito que necesita cualquier joven cuando decide trabajar por cuenta propia.
De todo esto he sacado una valiosa conclusión: ni gestores, ni programas de emprendimiento, ni asociaciones ni nada…Lo más importante es tener las ideas claras y saber que tras el riesgo de emprender puede haber, o no, un oasis de sueños a realizar.
En fin, decía que, como siempre, inoportuno, a media mañana el que hasta hace un mes era mi jefe (ahora es quien me proporciona clientes obras y en las que trabajar) interrumpe el tercer mordisco del bocadillo de mortadela siciliana. Ese día, y sin saber explicar por qué, le noto raro. Tiene en la mirada preocupaciones que van más allá de algún kilo de hierro de más en la cuenta de sus ferrallas. Preocupaciones que no son las de ‘Tenemos muchas obras que hacer y poca gente para llevarlas a cabo’ o ‘Los trabajos realizados no se han acabado a tiempo’
Sus habituales prisas quedan a un lado cuando de su boca tropiezan palabras sin sentido entre las que se oculta mensajes que no comprendo. No quiero comprender que me da a entender que no encuentra solares para construir, gente para invertir, ladrillos que poner…
Él, que ha medrado desde las pocilgas de un pueblo de Cáceres en el que criaba cerdos, hasta un status que nunca imaginó poseer. A costa de la construcción ha llegado a ser poseedor de tres viviendas, un BMW y una empresa que a día de hoy da trabajo a más de 30 personas. Es el patrón y, como los de toda la vida, presume de lo que tiene a costa nuestra.
Yo lo sé pero no quiero plantearme que gracias a mis horas extra, a mis facturas de más del 75%, cada domingo come mariscada.
Me ronronea en la cabeza los cientos de consejos e instrucciones que desde hace un mes intenta inculcarme. Contando viejas historias se entretiene, pero no me convence que tenga que sacrificar mi vida para construir un emporio como el suyo. Para mí mi emporio es mi chica, el piso que compartimos desde hace un año, mi vida, mis amigos, cómo no mi familia, esos pocos pero jugosos ingresos que tengo a final de mes y, por supuesto, los viajecitos que me marco cada vez que puedo.
Resumiendo: no estoy dispuesto a hipotecar mi felicidad por tener 30 empleados y un BMW. Prefiero conseguirlos con medios más loables y, eso sí, con más tranquilidad y transparencia.
El caso es que esa tarde, a eso de las seis, me llama Adrián. Le noto algo nervioso, diferente.
- Qué pasa tío, ¿qué te cuentas? – le digo a modo de saludo. Los años que han pasado desde la primera vez que nos vimos, allá por los años noventa, han hecho que sepamos qué le pasa al otro sólo con el tono de voz. Y esta vez denoto cierto decaimiento.
- Califa, ¿qué tal?, ¿cómo vas? ¿Te hace una cañita en ‘La tapa’? – me pregunta
- Bueno, no sé, ¿a qué hora sería? Estoy reventado, quiero llegar a casa pronto, no sé… - a mí no es que me gusten demasiado los bares. Intento escaquearme, pero no hay manera.
- Anda, venga, que hoy hay partido. Además, sólo va a ser una caña. Te veo a las siete.
- Bueno, pero una rápida y me voy.
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