Llevaba mucho tiempo esperando este día y en sus ojos, pasadas las 8 de la tarde, todavía se podía leer el ansia con que había hecho correr las horas. Estaba nervioso, inquieto...pero a la vez cansado de tanto movimiento y actividad.
Tras la cena y una breve conversación al filo de su cama, apagó la luz en un santiamén y se arropó cubriendo su cara hasta casi taparse los ojos. Y así, agarrando con fuerza la manta y revolviendo con los pies los nudos de sábana que se le iban quedando bajo las piernas pasó toda la noche. Toda la interminable noche.
Como a la mitad de la madrugada el hormigueo de los dedos se le pasó a los antebrazos y, tras estos, a los codos y hasta los hombros. Pero no cejó en su empeño de mantenerse totalmente inmóvil, en silencio, esperando con impaciencia que el gallo o el despertador marcase la hora de levantarse.
Como sacudido por un calambre, que más que corriente llevaba cosquillas, se levantó de un salto, tropezó, abrió la puerta y recorrió el largo pasillo hasta el salón.
Ahí estaban: esparcidos por toda la sala. Montones de cajas empaquetadas, con mensajes, con dibujos y con una caligrafía propia de alguien que llega de muy lejos, que escribe con prisas porque aún tiene que hacer más visitas.
Ahí estaban, todos sus regalos. Había llegado la hora de despertar al resto de la familia porque, por fin, era el día de Navidad.
¡Felices Fiestas a todos!
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