Cuando la debacle de la economía mundial estaba a punto de encaramarse a las últimas ramas del árbol de la salvación intentaron convencernos de que la crisis económica no llegaría a nuestras saneadas cuentas, que el bandazo inmobiliario yanqui nada tenía que ver con nuestra dilatada carrera como constructores de fantasías envueltas en hormigón y ladrillo.
Pero cayó. De repente un día desayunamos con un boom especulativo que había sido eso desde el principio pero que se había maquillado hasta el punto de endeudar a la mitad de nuestra población. Y siguió cayendo hasta hacer caer grandes corporaciones del tamaño de las urbanizaciones fantasmas construidas por ellas; hasta obligar al cierre a las grandes empresas surgidas para hacerse aún más grandes. Y lo pequeños comenzaron a rememorar viejos tiempos en los que los bancos examinaban cada punto y coma de nuestras nóminas y estudiaban cada caso. Atrás quedaron los días en que con un recibo del teléfono podían estudiar tu caso para concederte una hipoteca de por vida y regalarte, además, un crédito para la compra de un coche y un balón de playa.
Pero cayó. De repente un día desayunamos con un boom especulativo que había sido eso desde el principio pero que se había maquillado hasta el punto de endeudar a la mitad de nuestra población. Y siguió cayendo hasta hacer caer grandes corporaciones del tamaño de las urbanizaciones fantasmas construidas por ellas; hasta obligar al cierre a las grandes empresas surgidas para hacerse aún más grandes. Y lo pequeños comenzaron a rememorar viejos tiempos en los que los bancos examinaban cada punto y coma de nuestras nóminas y estudiaban cada caso. Atrás quedaron los días en que con un recibo del teléfono podían estudiar tu caso para concederte una hipoteca de por vida y regalarte, además, un crédito para la compra de un coche y un balón de playa.
Atrás. Como atrás se quedaron los desempleados que empezaron a engrosar las listas del paro. Desempleados de empresas que, cual imanes, se han ido dirigiendo al ojo del huracán y han sido expulsadas al margen de los que no provocaron la crisis pero sí han sido afectados por ella.
Como siempre, pagamos los mismos. Como siempre, quien se lamenta de no cobrar una prestación digna porque ya ha agotado su tiempo, no son los dueños de fortunas o los administradores de sociedades que engordaron como los pollos de granja en tiempos de bonanza. En aquellos tiempos en que creímos que la prosperidad no guardaba encerrada y oculta la trampa del que tiene todo pero no tiene nada.
Hoy cae la bolsa, los mercados mundiales se extrañan de las mentiras nacionales que han ocultado números rojos; los grupos políticos secretos reunidos (como un verdadero secreto a voces) para decidir el devenir mundial reflejan en sus rápidos encuentros el desconcierto en que se ha convertido el hablar de crisis y a la vez de mejoras. Los sindicatos salen a la calle pidiendo algo que ya está cocinado de antemano, en ollas a presión que algún día volverán a estallar. La demagogia se ha convertido el padrenuestro con el que nos vamos a la cama y con el que untamos las tostadas del desayuno por la mañana.
Porque, mal que nos pese, nos ha acabado envolviendo la espesura de una mentira de alcance mundial. Y tenemos que tener la fuerza suficiente para darnos cuenta e intentar salir. Aprendiendo que el pasado es sólo pasado y el futuro aún está por construir.
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