Elsa

Elsa nunca tuvo hijos, ni perros que cuidar, ni tan siquiera una hermana en los Pirineos a quien mandar felicitaciones en Navidad. Nunca tuvo la necesidad de convertirse en madre.

Hace años que vive sola. Más de 30. Desde que enviudó.

A sus 75 años vive cada día pegada al transistor que hace varias décadas heredó de su padre y a las agujas de punto que heredó de su madre. Pasa las horas mirando por la ventana y tejiendo bufandas para algún sobrino imaginario. Apenas sale a la calle, en parte porque desde el quinto piso en el que vive se le hace complicado bajar hasta el portal. Sus vecinos nunca quisieron ponerse de acuerdo para las obras del ascensor, así que Elsa decidió enclaustrarse entre sus cuatro paredes e inventarse un pasado para obligarse a creer que su vida había estado llena de sobresaltos.

Porque si algo había caracterizado su vida había sido la previsibilidad con que le sucedían las cosas: creció, se enamoró, se casó, dejó de trabajar para cuidar a los hijos que nunca llegaron, enviudó y se quedó sola.

Añoraba las tardes en que paseaba por el parque en primavera, agarrada de la mano de su esposo, y saboreando caramelos de fresa mientras veía jugar a los niños, charlar a sus madres y soñar con que algún tiempo pasado ella podría haberse encontrado en la misma situación. De eso hace ya muchos años. Casi ha perdido la cuenta de las primaveras que habrán pasado desde aquello.

Entre madeja y madeja, desperdigadas por el suelo del salón, acumula revistas que algún día tal vez leyó. Son revistas de patrones, revistas de moda, modelos que llenan de inspiración su afán creativo con la lana.

Mezcla los hilos y corre los puntos con una rapidez que asustaría hasta a la misma Aracne.

Vuelve a colarse las agujas bajo las axilas y sostiene la madeja con los pies, para que no ruede hasta la puerta. Está haciendo una bufanda nueva. Gris plata, igual que su cabello.

Por un momento le ha sobresaltado un ruido cerca de la puerta de la entrada. Mira de soslayo y regresa a sus labores: <<Podría alargarlo más en la parte inferior y hacerme un chal, gris perla>>, piensa, mientras sus manos continúan trabajando a un ritmo febril e incansable.

<<Los hombres no son capaces de hacer dos cosas a la vez>>, afirma una mujer que debate en una mesa junto a otras siete personas en el canal 4, <<¡Qué cosas!>>, dice Elsa, en alto. Y se ríe pegando la barbilla a su pecho y moviendo de un lado a otro la cabeza.

Parece que anochece. La luz ya no entra tan clara en el pequeño piso de Elsa. Se levanta del sillón, deja las agujas sobre el cojín y cruza la bata sobre su pecho. Parece que ya refresca. Apaga la luz del salón, y ya camino a la cama, regresa a su soledad, sin madejas de lana, agujas o bufandas que la acompañen. Ahora toca soñar despierta hasta que se duerma. Soñar con los viajes que pudo hacer algún día para conocer la playa, ponerse el bañador y disfrutar del sol. Aquél que, por hoy, ha dejado de entrar en su pequeña madriguera.

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