Fin de fiesta

El suelo estaba lleno de globos rotos, de serpentinas de colores y de servilletas de papel usadas. Y mientras todos iban saliendo por la puerta, él continuó observando el panorama desde una esquina de su salón. La fiesta había terminado, y en su recuerdo aún seguía saboreando los suaves aromas de la crema de marisco, del asado, del dulce de leche que tomó de postre... Bajo su lengua, aún seguían cosquilleándole las burbujas del champán. 

Triste, y ya solo, se preguntaba a sí mismo cómo el tiempo había pasado tan rápido.


Se preguntaba cuándo comenzó el día en que dejó de sentir nada. En que dejó de esparcir serpentinas por el suelo y de beber champán. Se preguntó cuándo el mundo había comenzado a estar del revés, y la justicia no era ya justicia sino sonido de pandereta. Se preguntó cuándo mover los hilos de lo que no está bien, estaba mal. 

Se levantó, apagó las luces y fijando su mirada en un punto fijo de la pared comenzó a dar vueltas como una peonza. Cada vez más rápido. Cada vez más lejos del suelo, como si volara. 

Las lágrimas le recorrían el rostro a la misma velocidad de sus vueltas. Cada vez más. Cada vez más abundante. 

Y tras el desmayo que continuó al mareo, recordó que estaba solo. Y que ésa era la razón del desorden. 

Un post-it

"Como lo oyes. Tal como te lo digo, lo siento. Y lo siento mucho, créeme, pero no creo que deba seguir viéndote más. Ni tú a mí. No creo que debamos seguir viéndonos. Es mejor olvidarnos. Yo, por mi parte lo voy a hacer...lo voy a intentar". 

La carta finalizaba ahí. Más bien la nota. Aunque pensándolo bien, nunca pasó de post-it pegado en la nevera.

Este mensaje, escrito con lapicero, ha estado adornando mi cocina tres largos años. Treinta y seis largos meses durante los que he esperado y deseado que se despegara y cayera al sueño, que se rompiera la burbuja de cristal que parecía encerrar cada una de las letras y que fuese todo un mal sueño.

Pero nada ha ayudado esa caída. Me empeñé en cocinar con la olla a presión, provocando vaho a diestro y siniestro. Y nada.

Cada vez que salía por la puerta, ahí estaba, mirándome, siguiéndome a cada paso, observando mis giros de cabeza hacia otro lado y evitando que todas las mayúsculas me persiguieran.

Hoy he decidido tirar a la basura todos los bolígrafos y las plumas estilográficas. Todos los lapiceros e incluso los papeles han ido al vertedero. Recupero el ordenador con la esperanza de que el post-it caiga de aburrimiento al suelo y las letras del siniestro mensaje desaparezcan al son del tecleo que a partir de hoy está marcando mi día a día...