Tenía doce años cuando conocí a alguien que tocaba el violín. Era mayor que yo: tal vez dos o tres años. Recuerdo que bajo la barbilla ocultaba con un mechón de pelo negro azabache un ligero moretón que le producía la presión del instrumento sobre su cuerpo.
Hasta ahora no había vuelto a recordar a Rebeca y su violín. Hasta ahora, que desde hace unas semanas veo a la salida del trabajo a una mujer mayor, con el pelo muy cano, muchas arrugas y la expresión del que pide sin pronunciar palabra.
Toca el violín en pleno centro financiero de la ciudad. ¡Qué ironía! Ofrece arte a ejecutivos a la salida de sus oficinas...
Sobre la funda que yace en el suelo, unas pocas monedas traducen el esfuerzo que habrá de hacer para terminar la tarde sin que el moretón le duela más de lo normal.
La gente pasa, la mira, retiran la cara y continúan, presurosos, su paseo hacia el Metro.
Tal vez en su memoria queden las notas que esta mujer del Este les regala cada tarde a la salida del trabajo. O tal vez no. Vivimos tan a prisa que no somos capaces de saborear el sonido del violín.
Balancea su cuerpo al ritmo de la melodía de Mendelssohn. Hoy le tocó a él. Mañana...¿quién sabe?
Cierra los ojos y se cree rodeada de árboles, mientras la crin de su arco acaricia muy despacio las cuerdas interpretando el Concierto para violín en mi menor.
'Tócala otra vez Sam', le gritan a modo de mofa unos chavales que pasan por su lado.
'Tócala', 'no dejes nunca de tocar', 'Tócala', se repite ella para sus adentros.
Y seguirá tocando.
Las tardes de verano de Madrid se llenarán de música, mientras ejecutivos con traje y corbata pasearán a su lado lamentando no haber salido antes del trabajo para no perder el último tren de la tarde.
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