Ávida observadora

Le chisporrotean los ojos. Pese a que son las ocho y media de la mañana y la mitad del vagón aún se quita a escondidas las legañas, ella los mantiene abiertos de par en par, como si quisiera grabar en sus pequeñas retinas la panorámica de cada uno de los viajeros que comparten estos minutos a su lado.

Mira de un lado a otro, mira de frente, hacia arriba. Y todo le parece extraordinariamente atractivo. Todo es nuevo, a pesar de que lo ve cada mañana.

Hay veces en que la encontramos dormida, plácidamente. La serenidad de su rostro refleja que dormir es, definitivamente, un placer. Recostada sobre su cómodo asiento, no se percata de las aglomeraciones en la hora punta, de las prisas, del sueño compartido de los viajeros, de la mañana lluviosa que Madrid ha acogido en este extraño mes de junio.

Pero no siempre duerme. A veces comparte miradas esquivas y movimientos rápidos de cabeza, guiños y lenguas que a modo de broma le regalan los pasajeros.

Hoy se atusa el pelo con la palma de la mano e inmediatamente se lleva los dedos a la boca: rígidos, regordetes, anunciando a todos los de su alrededor que ha visto algo que le ha impresionado. Luego se ríe, sonríe y mira para arriba buscando la mirada cómplice de su madre, que mueve la mano lentamente para echarse hacia atrás los rizos que le han caído sobre la cara con el traqueteo del vagón.

Ella le devuelve la sonrisa a la pequeña, le acaricia el moflete y mira el reloj. Hoy llega otra vez tarde al trabajo. Como muchos de sus compañeros de vagón. Se muerde el labio y se lamenta de no haber salido antes de casa. Se lamenta de los charcos de la acera, del paraguas y de lo incómodo que es ir con prisas empujando un carrito de bebé. Se lamenta del paso del tiempo, y olvida la ternura que regala su pequeña con cada gesto. ¡Quién fuera niño!

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