Las últimas uvas

Un escalofrío denso la envolvió todo el cuerpo con la última campanada. Estaba todo hecho y ahora sólo quedaba olvidarlo... O tal vez convertirlo en una de esas lagunas que dicen que aparecen cuando se tiene un recuerdo traumático.

Fijando la mirada en un punto imaginario de la pared y con los ojos bien abiertos, dejó volar su imaginación y sus recuerdos, con la esperanza de que, al igual que las cenizas, se dispersaran por el cielo nocturno de este Madrid en celebración, que sonaba a petardos y matasuegras.

Y su mente se plagó de bofetadas, de empujones y malas palabras. Su ojos se tornaron tristes y volvió a sentirse desdichada. Por lo que fue, por lo que era.

Sacudió la cabeza con intención de esparcir por la sala el ensimismamiento que la había atrapado durante un rato. Marcó una media sonrisa en su boca y se levantó de la silla con la sensación de que su cuerpo ahora pesaba 50 kg más. 

Recogió las pipas de las uvas que previamente peló antes de comerse y con movimientos sorprendentemente pausados, se levantó y se dirigió hacia la cocina para deshacerse de los últimos vestigios del 2012. 

Dice la tradición que es bueno pedir un deseo por cada uva que se toma. Un deseo por mes. Pero sólo quería olvidarlo todo, empezar el nuevo año saboreando las cosas que le regalaría la vida por primera vez a ella sola. 

Y como si se tratara de un vecino molesto, de repente la culpa hizo 'toc toc' en la puerta de su conciencia. Sin pensarlo dos veces, agarró el teléfono con las dos manos y mirando fijamente el cadáver de su marido que yacía inerte sobre la alfombra del salón, marcó el número de la policía y confesó haberlo matado.

"Por cierto, agente, Feliz 2013", pronunció antes de colgar y derrumbarse en el suelo envuelta en un mar de amargas lágrimas. 

Cómo cambian las cosas

Cuando era pequeña, la noche de reyes me parecía eterna. Tumbada en la cama, sentía pasar las horas mirando al techo, con los ojos bien abiertos observando la oscuridad de mi habitación, mientras mi hermano dormía a mi lado apretando bien los puños porque cuando sobreviniera la mañana, el salón estaría repleto de regalos.

Pero esa noche era sólo la guinda de unos días especiales, de unas vacaciones especiales, en las que la familia reía, comía polvorones y engullía tremendas cantidades de comida hecha especialmente para la Nochebuena. 

Con el paso de los años recomiendan no perder la inocencia de la infancia, recomiendan ver todos con los ojos de cuando tenías que girar la cabeza hacia arriba para mirar las caras de los adultos. Y hoy, aunque ya puedo mirar de frente, tengo la sensación de que estas fiestas guardan un especial color para aquellos que son capaces de valorar las guirnaldas, los espumillones y las luces como lo haría un niño pequeño. 

Son días para recordar, para abrazar sintiendo el calor del otro, para sonreír e ilusionarse haciendo ruido al explotar el envoltorio de los polvorones. 

Y ésa debe ser la forma de ver las cosas el resto del año. Como un ciclo en el que cada mes se corresponde con un dibujo que lo identifica, imaginando figuras donde sólo hay un color, descubriendo cosas por primera vez aunque sea la enésima que las vemos...


Carcajadas

Todas las noches, después de trabajar, se quedaba frente al espejo  mirándose con expresión extraña, mientras apoyaba el algodón sobre sus párpados intentando borrar las sombras blancas y rojas del maquillaje. Le costaba quitarse toda la pintura de una vez, e incluso algunas mañanas llegaba a amanecer con algunos restos bajo las cejas. 

'Esto ha sido todo, amigos', se decía para sí, mientras dejaba resbalar sobre su rostro las últimas gotas de agua fresca de cada día. Se pasaba la mano sobre el pelo, lo revolvía y se dirigía a la cama de nuevo, imitando las sonrisas ganadas tras la jornada. 

Estiraba la ropa de trabajo sobre la cama, rompía los pliegues mal formados de las telas de colores y la llevaba a lavar. Y de camino a la cocina, pensaba en el atuendo del día siguiente, tenía que impresionar.

Una noche decidió no estirar el uniforme. Y a la noche siguiente, decidió no echarlo a lavar. Pensaba que a medida que fuera dejando de hacer tareas rutinarias, conseguiría atrapar un poco más la alegría mostrada durante su trabajo. Tal vez, de fingida, pasaría a real. 

Una mañana en que amaneció pintado tal como se fue a la cama, decidió marcar aún más la sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, decidió curvar aún más los arcos que ya le sobrepasaban las cejas y exageró, con rojo carmín, los rosetones de sus mejillas. 

Quería reír, escapar de aquella casa y recuperar la carcajada que ayer, un niño le dedicó junto a su madre en el hospital. 

Pocos trabajos como aquél le reportarían tanta felicidad. Pocos gestos como el que llevaba marcado en sus mejillas le recordarían que lo único que no ha de perderse la vida, debe ser la sonrisa. 

Crochet

El pequeño miraba al centro de la plaza con los ojos como platos. Apretaba con fuerza la mano de su padre mientras éste, insistente, tiraba de él en dirección contraria, impaciente, nervioso. Nadie creyó estar viendo lo que veía: dos muñecos de gomaespuma a puñetazo limpio. 

El padre suspiró y, con un par de zarandeos, convenció a su hijo para continuar el paseo por el centro de Madrid. "Vámonos" - le dijo -, "dejemos que sigan haciéndose cosquillas".  

Vicky

Sé que me quieres porque me buscas, porque has convertido mi regazo en tu cama y porque traduzco tu vibrante ronroneo como la muestra más evidente de que mi calor es el calor que necesitas.

Hoy estás tan cariñosa como ayer. Has venido a buscarme a la cama y con un ligero pero sonoro maullido me has dado los buenos días, hasta conseguir despertarme. Y mientras yo remoloneaba intentando alargar las primeras horas de esta mañana de domingo, has decidido apoyar todo tu cuerpo sobre el mío, por si encontrabas algo mullidito en lo que descansar. 

Ha sido una noche dura. Te quedaste sin pienso en medio de la madrugada y tu único consuelo parece ser que ha sido dormir sobre un cojín al que ya, después de tanto roce, hasta le han salido pelotillas. 

Me buscas, me persigues por el pasillo y te restriegas por mis piernas alzando tu rabo hacia el cielo. Es tu manera de hacerme ver que tu cuenco lleva vacío desde las 3. 

Y, sin calcular la distancia, decides de un salto hacer tuyo el sofá. Hoy es domingo, pensarás, puedo ser la dueña de este cómodo camastro.

Me he dado cuenta de que tu pelo brilla con la luz del sol, y de que puede que no sea el más bonito de la raza gatuna, pero me gusta, me gustas tú, y dentro de ti, esa manera tan curiosa de hacerme saber que, aunque no me lo digas, soy especial para ti.

Hoy duermes

¿Qué se esconde bajo tus párpados dormidos? Respiras como alimentándote del poco aire que ya queda puro en esta habitación, reviviendo a cada sorbo y soñando con seguir en ese estado. 

Tu pelo acaricia suavemente la almohada, como si flotara. Y hasta parece que sonríes, haces muecas con la boca, aprietas los labios besando algo imaginario y tu rostro acaba reflejando la paz de tu sueño. 

Hoy me he fijado en tus arrugas. Tienes más que ayer. Unos surcos que marcan que llevamos muchos años juntos, que son la traducción de muchas risas, que actúan como la letra impresa en tu cara. 

No despiertes aún, deja que siga disfrutando de tu sosiego.

Las cosas de Callao

Septiembre ha arrancado al cielo las primeras gotas del verano, y como aseguran los hombres del tiempo, parece que las de esta tarde serán las últimas. Llueve en Madrid, pero pese a la tormenta, la plaza de Callao está tan llena de gente como siempre. Gente que corre camino del metro, enamorados que, ajenos a la lluvia, pasean grabando todos los segundos de este sábado, saboreando cada momento y reviviendo una primavera que puede prolongarse indefinidamente.

Muchos caminan con pasos cortos, resguardándose bajo las puertas de los comercios y otros incluso fingen que entran a mirar y a comprar, ocultando a los dependientes que en realidad tienen miedo a mojarse. 

Una pareja corretea bajo las gotas buscando con la mirada cuál será su próximo destino. Ella lo abraza con cariño sujetando su cintura, evitando que se resbale. Y él, sonríe con ternura, feliz.

Bajo el neón de una tienda de moda, un grupo de amigas ríe. Parecen divertidas. Bromean unas con las otras, corretean y gritan mientras los viandantes pasan a su lado y giran la cabeza intentando detectar cuál será el secreto de su alegría. Están celebrando la despedida de soltera de una de ellas. Y mientras cantan al unísono canciones que sólo ellas conocen, una mujer toca el violín, triste e impasible, fijando la mirada en los adoquines, perdida, ajena a nada más que su cuerpo y su violín.

Y la música inunda por un momento toda la plaza. Roba la atención de los que se resguardan y hechiza la tarde. El sonido desafinado del violín ha obligado a girar la cabeza al hombre que, ataviado con sus peores galas, se ha aventurado hoy, por primera vez en su vida, a salir a la calle con sus tres gatos y un cartel escrito a mano, a pedir limosna. Lleva mucho tiempo desempleado. "Éste no es un camino indigno", piensa para sí.

Y de nuevo todas y cada una de las situaciones, de las miradas, de los movimientos, consiguen describir a la perfección el alma de esta plaza, que nunca duerme y que convierte cada tarde a la ciudad en la urbe de las mil caras: que celebran, que ríen, que corren...Una plaza que acoge vidas y almas llegadas de todas las partes del mundo, sin importarle a dónde se dirigen ni qué harán al día siguiente.

Una propuesta

"Escapemos juntos al parque", le decía, mientras le agarraba con fuerza las manos.

Aún recordaba la dulzura de esa niña y su propuesta. Esos ojos almendrados que con cariño le señalaban el camino hacia los columpios.

Todavía hoy es capaz de saborear ese momento. No tiene más que mirarla y rescatar de entre los pliegues de la piel de sus manos el calor de antaño. Porque al mirarla, sus ojos continúan despidiendo la chispa de la alegría. Aquella que le convenció una tarde para escaparse al parque.

Entre nube y nube, la cometa

Se ha pasado la tarde rematando a conciencia las varas metálicas que hoy forman el esqueleto de su nueva cometa. Las ha envuelto con telas de mil colores que entremezcladas entre sí no dejan ver lo roídas que están. 

Pese a la artrosis, sus manos huesudas han trenzado los hilos que unen los mil y un pedazos de tela y se han movido con eterna parsimonia con el único consuelo de que el cariño con que lo ha hecho es el mejor de los combustibles. 

Tras el último nudo, ha recogido la borla que pone el broche final a su cometa y se ha echado a la calle sin dejar de mirar entre las nubes el azul del cielo. 

En una mano lleva el armatoste de mil colores y en la otra, la silla de camping de color verde que hace unos años compró con intención de disfrutar más de la naturaleza. 

Ni diez minutos tarda desde su casa hasta el montículo más alto del parque. Y allí, rodeado de niños y curiosos que detienen su paseo para ver volar la cometa a este viejo, vuelve a mirar al cielo convencido de que la verá, de que recibirá la señal de que ella también lo está viendo desde allí arriba, de que reconocerá que los mil y un retazos de tela que pacientemente él ha compuesto, son suyos, son parte de su ajuar, de sus manteles, de su ropa y hasta de sus delantales con los que cocinaba comidas horrendas. 

Él vuela la cometa con una sonrisa, porque con el viento parece que ella la atrae hacia sí, con fuerza. 

Tardó más de dos meses en fabricarla. Pero el tiempo ha merecido la pena, porque esta vez parece que ella sí ha reconocido la tela, las varas y hasta los brillos de las lentejuelas doradas que le quitó a uno de sus pañuelos. El viejo está convencido: "Esta vez sí, esta vez me ve".

Una nota

He sabido por la vecina del pueblo que has vuelto. Hace ya mucho tiempo que no nos vemos, que no sé de ti. El peso de los años ha borrado todos mis recuerdos, y el pasado se divierte trayéndome a la memoria retazos dispersos de lo que fuimos, de lo que nos reímos y de lo que llegamos a soñar, que por cierto, no es para nada parecido a lo que tenemos. 

Trato de entender el porqué de tu regreso imaginando que tal vez me echabas de menos. Pero ni soy la razón de tu vuelta ni pretendo. Rompiste el trato. 50 años son 50, ni uno menos, ni uno más. 

Yo sigo viviendo en la casa de las buganvillas, viendo cambiar todo desde la distancia. La panorámica sigue siendo la misma, pero la estampa no. 

Tal vez volvamos a encontrarnos. Quizá nos veamos y no nos reconozcamos. Pero es mejor así. 

Dejaré dicho a tu vecina que eres tú quien se fue y has de ser tú quien vuelva a buscarme. Y dentro de 50 años esta nota será la señal de que el tiempo puede recogerse en cuatro líneas mal escritas. Aunque solamente sea para encerrar reproches. Los que mereces. 

La chica de los rizos negros

Tiene el aspecto de no dar los buenos días a nadie, de bajar las escaleras del metro contando peldaño a peldaño para calcular el número de segundos que tarda en recorrer cada tramo. Viste de negro porque ha oído que el color oscuro tiene el efecto óptico adelgazante y porque, ¡qué diablos!, es elegante. 

Por eso lleva años sin aplicar otro tono, ni en su atuendo ni en su propia vida. Porque la depredadora rutina, la de las grandes ciudades, le ha absorbido toda la gama de colores que gobernaba su existencia cuando aún no había cumplido los 25.

Y aunque la luz de los focos de la estación, que ciega a quien osa mirarlos de frente igual que los flashes de las cámaras fotográficas, deslumbran e iluminan en exceso estas estancias sin más tonalidad que el amarillo que ofrece la humedad a las paredes, ella mira para abajo. Camina por los pasillos y llega al andén con la cabeza gacha. 

Y ahí, esperando al metro con cierta timidez y desidia, abre el periódico gratuito y lee cada noticia absorbiendo  las letras como si quisiera retener el tiempo en cada palabra.

Hoy la ha saludado una vecina. Le ha preguntado por su hija y le ha contado en menos de 10 minutos, cómo transcurrió la última reunión de vecinos celebrada a pie de calle, en las escaleras del portal. 

Ella, desviando la mirada cada vez que tenía ocasión, ha asentido y negado con movimientos de cabeza simulando estar prestando atención, pero no ha pronunciado ni una palabra. Tenía cosas más importantes en la cabeza. Quería hacerla tragar el periódico para que callara, ¡estaba rompiendo su rutina y hoy, por mucho que quisiera, ya no sería igual a ayer!

- Cosas del metro, hoy se retrasa de nuevo. Llegaré tarde otra vez. Una faena... replica su vecina con insistencia.

Ella mira de reojo a la mujer que tiene enfrente, en el otro andén. Está sola, leyendo el periódico. Y siente envidia de su soledad. 

Tal vez mañana tenga que llegar cinco minutos antes. No sea que se encuentre a alguien inesperado. No sea que mañana, sea como hoy. No sea que ya ningún día sea diferente...

Rutinas

No me interesa nada la mayoría de las historias que se cuentan en la calle. Pasear, desperezarme con el primer aire de la mañana y observar si las ventanas más altas de los edificios permanecen abiertas esperando recibir la primera brisa, entonan mi día a día y lo llenan de luz.

Porque el periódico sólo trae malas noticias o noticias aburridas. Porque mis vecinos prefieren comentar vidas privadas, vidas ajenas y vidas que no me interesan. Porque en trabajar malgasto mucha cantidad de horas...y es ése, el primer momento de cada mañana, cuando aprovecho a saborear los pequeños detalles que me regala el mundo. 


Te echo de menos

Te echo de menos y para mitigar tu ausencia, imagino que estás aquí, a mi lado, mirándome y sonriéndome como lo hago yo. Te siento aunque estés lejos, casi inalcanzable, apenas imperceptible. Pero sé que estás aunque no estés.

Mi imaginación trabaja cual araña tejiendo su red, a destajo, uniendo y desuniendo cómo serás ahora, cuando no te veo ni te acaricio como desearía.

Y no puedo más que cerrar los ojos y alcanzar con mis dedos imaginarios las puntas de tu pelo, que el viento despeina y acaricia con su sutil tacto.

Te echo de menos y nunca te vi. Creo que necesito imaginarte.

Un día de primavera a las 6

Llega pronto, cinco minutos antes de la cita de todos los días, así que decide aminorar el paso y, con gesto lento, mirar el reloj que lleva en la muñeca. 

Aun siendo las seis de la tarde de un día cualquiera de primavera, los transeúntes andan con prisa y a medida que se acercan a la estación de metro de San Bernardo, aceleran el paso obligando al tiempo a esfumarse con rapidez para llegar antes a casa. 

A ella, esa pequeña espera le parece deliciosa. Les observa, les sonríe y, mientras, fija la mirada a lo lejos de la calle Alberto Aguilera esperando verle. Se impacienta, mira de nuevo su reloj y se atusa el pelo nerviosa dedicando esos pocos segundos antes de verle a mejorar, con gesto coqueto, su imagen.

Al fin lo ve. Una gran sonrisa le come la cara. Y ella le responde de la misma manera. Mueve las manos nerviosa y, traviesa, le indica que llega tarde otra vez. 

Él la besa, la abraza y bromea atrapándola entre sus brazos para impedir que se vaya. 

Ella le sostiene la mirada y con las manos le dibuja mil y un sonidos, mil y una palabras de amor, de gestos que indican enfado por su tardanza. En sus pupilas brilla el ansia por retener esos pequeños momentos antes de que la boca de metro la acabe engullendo. 

Se besan otra vez y lentamente separan sus cuerpos moviendo nerviosamente las manos para pronunciar un 'adiós' tan sonoro que apenas sea imperceptible para el resto de viandantes. Nadie les oye, ni siquiera aunque intenten escucharles. 

Y es en ese momento en que las cabezas se giran, les miran y miles de sonrisas despiden a la chica rubia que  el metro secuestra. Otra vez, otro día más, él se vuelve y cabizbajo emprende como cada tarde su camino hacia casa. Un sms le dirá esta noche lo mucho que la quiere. Al fin y al cabo las palabras si quedan escritas tienen mucho más valor que las que dicen que se lleva el viento. 

Ególatra

Desde que en el trabajo me llamaron ególatra, no puedo dejar de mirarme, e incluso ya no me da vergüenza pasear por la calle buscando cristaleras y escaparates que me permitan verme de cuerpo entero. Es más, lo hago sin pudor, sin esconderme y sin mirar de un lado a otro para ver si alguien me está observando. 

No hago nada malo. Simplemente me miro, desde los pies hasta la cabeza. Reviso si mi andar y mi perfil muestran la entereza que quiero llegar a mostrar a los demás. Me gusto, simplemente. 

Muchas mañanas me digo a mí mismo que éste será un buen día, el mejor de todos. El mejor...como yo, como éste que suscribe estas líneas consciente de que las leerá repetidas veces hasta autoconvencerse de que son tan significativas como mi propia presencia. 

Nadie nos dice lo buenos que somos hasta que faltamos. Así que si comienzo a decírmelo yo, tal vez los de mi alrededor se den cuenta de que no falto, de que siempre estoy ahí, mirando, observando, proyectando hacia ellos una imagen de mí mismo que el tiempo y los tropiezos me han ayudado a construir. Yo mismo, para mí y para los demás. Así he aprendido a ser...

...Y de momento, me va muy bien.

Madurar o entrar en crisis

Hace poco leí que aunque estamos en una época de crisis, vivimos en crisis. Está tan patente en nuestra realidad esta palabra que casi la hemos asumido con total naturalidad y la empleamos para casi todo. 

Si estamos tristes: es que estamos en crisis; si discutimos con nuestra pareja: puede que estemos en crisis; si nuestra cartera ve últimamente escasez de monedas: cosa de la crisis...

¿Cuándo hemos dejado de valorar el mundo desde la perspectiva de las personas y no desde la perspectiva de lo que sugiere la palabra crisis?

Llegada a una edad, me pregunto si la necesidad de tener una crisis reiteradas veces a lo largo de la vida, no es señal de que estás madurando. A veces hasta a marchas forzadas. Me pregunto si cuestionarse las cosas de diferente manera a como lo habías hecho hasta ahora, no es sino, señal de que estás pasando por una crisis (entendida como cambio u oportunidad, pues toda crisis trae consigo nuevos vientos y, por lo tanto, nuevas realidades que hay que afrontar).

Y en esa maduración estamos...Preguntándonos si el momento en el que una quedada con tus amigos de siempre, con tus primeros amigos, con los que has disfrutado niñez y adolescencia, se convierte en una excusa para hablar de asuntos serios (mudanzas, cambios de trabajo, hijos...).

Preguntándonos cuándo cambiamos los chascarrillos sin sentido por temas serios, ¿fue en ese momento en que decidimos inconscientemente hacernos mayores?, ¿estamos en crisis? Y si lo estamos realmente, ¿dónde está la oportunidad? 

Hacerse mayor, dejar de ser joven, ¿cuándo sucede?, ¿está estipulado o se trata simplemente de una cuestión de instinto y de presentimiento?

Presiento...presiento...que no sólo se trata de poder hacerse preguntas. Que alguien madura y se hace mayor cuando es capaz de preguntarse qué es lo que ha de tener en cuenta de lo ya vivido para seguir viviendo. Y aún así, la madurez no va implícita a la edad. Llega cuando llega. Y sobre todo, cuando uno es capaz de seguir haciéndose preguntas, y es consciente de que va a tardar en encontrarles respuesta. Una respuesta que es posible que ni siquiera nos guste. 

Decidimos marchar, cambiar de aires, darle cambios a nuestra vida...pero no nos planteamos nunca que quizá, sobre nuestro centro de gravedad, es donde deberíamos colocar las ansias por encontrar respuestas. Al fin y al cabo, si cambiamos de ciudad, de ambiente o hasta de país, va a ser ese centro de gravedad el que nos marque quiénes somos y hacia dónde debemos seguir dirigiendo nuestros pasos. 

La sombra de las sabinas

Sólo un rayo de sol. No hay sombra. Mi cesta sostiene los aparejos del abuelo. Los abraza como si quisiera quedárselos para siempre.

Al otro lado del jardín, la pinaza campa a sus anchas, convirtiendo el lugar en un mar marrón, de ramitas y hojarasca. Así han sido siempre los veranos en casa de los abuelos. Así los recuerdo. Porque bajo la sombra de las sabinas hasta el color de las buganvillas y las adelfas parece diferente.

No ha cambiado nada. Recuerdo este lugar tal como lo veo hoy: un cielo azul bordeando todo el monte de sabinas, cubos blancos sorteados acá y allá y al fondo...el mejor regalo: el mar.

Hace semanas que corre mucho viento. Un viento que arrastra la humedad del Mediterráneo. Un viento que me traslada a otro mundo si cierro los ojos y me dejo arrastrar también por él.

Y aquí sigo, tratando de encerrar este momento y llevármelo a Madrid, para que me sirva de postal en las secas mañanas de invierno. Sigo tratando de describir en un trozo de papel qué siento cuando cierro los ojos y el aire me despeina.

El siseo del aire me relaja. Y me pregunto cuánto tardaré en olvidar esto y sumergirme en el mar de las prisas, los atascos y el humo de los tubos de escape. Y aunque sé que afuera, en cualquier otro lado que no sea esta isla, lo que me espera es algo diferente a este sosiego, quiero seguir saboreando esta brisa ibicenca, grabando en mis recuerdos la blancura de esta casa donde tantos años de mi niñez he soñado con escapar.

Así, cada vez que la imaginación me permita, podré escaparme a este punto del patio, rodeada de adelfas, pinaza y buganvillas y adormecerme bajo la sombra de las sabinas.

Marzo

Sonríe mientras le acaricia la mano y fija la mirada en los pocos cabellos que ya le quedan. Hace tiempo que quiere decirle que la edad no perdona y que el atractivo, antaño tan evidente, hoy se esconde entre arruga y arruga y aparece cada vez que le guiña el ojo derecho, con suma complicidad. 

Él acerca la palma de la mano a su mejilla y continúa hablando. Le cuenta que ayer por la tarde vino Pablito con su pelota nueva. "¿Te diste cuenta de lo travieso y lo inquieto que es? Su padre era igualito que él a su edad", le comenta. 

La mira, esperando una reacción en su rostro obnubilado. Y continúa hablándole del buen tiempo que hace fuera, de que se está acabando el invierno y de que el sol brilla y hace ya algo de calor. 

Le habla de la primavera en que se conocieron, de la primavera en que se casaron y de la primavera en que llegaron los mellizos. Marzo siempre fue su mes. "Siempre dijimos que en marzo renacía todo". Y ella asiente, ausente pero atenta a las arrugas de su cara.

Su voz suena cansada. Hace ya mucho que ella no recuerda  nada. Ni siquiera sabe quién es. Y tras más de medio siglo juntos a él la insistencia le puede. La insistencia y el amor por esos ojitos brillantes con los que ha compartido toda su vida. 

"No sé qué nos traerán de comida,  la enfermera parece que se retrasa".

Ha decidido quedarse (para siempre o por hoy), comer con ella y seguir charlando en la sobremesa. No sabe sobre qué será mejor hablar para conseguir arrancarle una carcajada. Ayer se dio bien y estuvieron toda la tarde riendo. 

Y piensa <<¿por qué no?, probaré a contarle la historia de cuando nos equivocamos de puerta. Tal vez le haga gracia con un par de gesticulaciones>>. Le merece la pena intentarlo. Su sonrisa es la mejor recompensa.

Fin de fiesta

El suelo estaba lleno de globos rotos, de serpentinas de colores y de servilletas de papel usadas. Y mientras todos iban saliendo por la puerta, él continuó observando el panorama desde una esquina de su salón. La fiesta había terminado, y en su recuerdo aún seguía saboreando los suaves aromas de la crema de marisco, del asado, del dulce de leche que tomó de postre... Bajo su lengua, aún seguían cosquilleándole las burbujas del champán. 

Triste, y ya solo, se preguntaba a sí mismo cómo el tiempo había pasado tan rápido.


Se preguntaba cuándo comenzó el día en que dejó de sentir nada. En que dejó de esparcir serpentinas por el suelo y de beber champán. Se preguntó cuándo el mundo había comenzado a estar del revés, y la justicia no era ya justicia sino sonido de pandereta. Se preguntó cuándo mover los hilos de lo que no está bien, estaba mal. 

Se levantó, apagó las luces y fijando su mirada en un punto fijo de la pared comenzó a dar vueltas como una peonza. Cada vez más rápido. Cada vez más lejos del suelo, como si volara. 

Las lágrimas le recorrían el rostro a la misma velocidad de sus vueltas. Cada vez más. Cada vez más abundante. 

Y tras el desmayo que continuó al mareo, recordó que estaba solo. Y que ésa era la razón del desorden. 

Un post-it

"Como lo oyes. Tal como te lo digo, lo siento. Y lo siento mucho, créeme, pero no creo que deba seguir viéndote más. Ni tú a mí. No creo que debamos seguir viéndonos. Es mejor olvidarnos. Yo, por mi parte lo voy a hacer...lo voy a intentar". 

La carta finalizaba ahí. Más bien la nota. Aunque pensándolo bien, nunca pasó de post-it pegado en la nevera.

Este mensaje, escrito con lapicero, ha estado adornando mi cocina tres largos años. Treinta y seis largos meses durante los que he esperado y deseado que se despegara y cayera al sueño, que se rompiera la burbuja de cristal que parecía encerrar cada una de las letras y que fuese todo un mal sueño.

Pero nada ha ayudado esa caída. Me empeñé en cocinar con la olla a presión, provocando vaho a diestro y siniestro. Y nada.

Cada vez que salía por la puerta, ahí estaba, mirándome, siguiéndome a cada paso, observando mis giros de cabeza hacia otro lado y evitando que todas las mayúsculas me persiguieran.

Hoy he decidido tirar a la basura todos los bolígrafos y las plumas estilográficas. Todos los lapiceros e incluso los papeles han ido al vertedero. Recupero el ordenador con la esperanza de que el post-it caiga de aburrimiento al suelo y las letras del siniestro mensaje desaparezcan al son del tecleo que a partir de hoy está marcando mi día a día...

En 'shock'

De repente un día alguien pensó en arreglar el mundo. O tal vez pensó en exprimir toda posibilidad de ir hacia adelante, no dejando fluir todo como buenamente mandase el propio devenir de las cosas, al amparo de poder conseguir algo más que el resto. De repente un día alguien se creyó en posesión del bastón de mando y con una simple recomendación con aspecto de teoría sucumbió a los mandatarios de varios de los países más débiles del planeta. 

Y de la teoría a la práctica, las gentes de esos lugares olvidaron luchar enfervorizadamente por recuperar la esencia de lo que siempre habían sido. Se dejaron llevar, presas del pánico por perder lo poco que tenían y quedarse sin nada más que el recuerdo de lo que fue. 

Chile, Argentina, Rusia, Irak...Ahora se deshoja de manera global la margarita del 'me quiere, no me quiere', esperando una solución planetaria a la crisis que afecta de Norte a Sur y de Este a Oeste. Una crisis de valores, de ideas, de esperanza y de búsqueda de soluciones conjuntas. 

De un tiempo a esta parte dejamos que otros decideran por nosotros. Dejamos que impusieran medidas cuyas consecuencias no son otras que el enriquecimiento de los más ricos y el empobrecimiento de los demás. Hoy permitimos que elijan gobiernos a la carta de alguien mucho más poderoso que ellos; de aquél que maneja a su antojo el recorrido de países enteros. 

Con cinco millones de parados, la sociedad española ha evitado la confrontación social y ha callado a la espera de una solución a corto plazo que tardará en llegar lo que tarda alguien en convencerse de que aún no ha llegado el momento de parar. 

A diferencia de otras épocas, hoy sabemos que, aunque dejemos que otros jueguen con nuestros intereses, no nos engañan. Sabemos además que los mercados, los llamados poderosos, los entes abstractos que al parecer mandan sobre todas las cosas, son cuatro o cinco cuyos nombres nos suenan aunque no se pronuncien en alto, por no asustar. 

Si es cierto lo que dicen, ¿por qué seguir quedándonos en 'shock' pudiendo alzar las manos y luchar por lo que es nuestro?, ¿por qué permitir que afuera sigan hablando alegremente cuando lo que se juega de verdad es el futuro de todos?