Sólo un rayo de sol. No hay sombra. Mi cesta sostiene los aparejos del abuelo. Los abraza como si quisiera quedárselos para siempre.
Al otro lado del jardín, la pinaza campa a sus anchas, convirtiendo el lugar en un mar marrón, de ramitas y hojarasca. Así han sido siempre los veranos en casa de los abuelos. Así los recuerdo. Porque bajo la sombra de las sabinas hasta el color de las buganvillas y las adelfas parece diferente.
No ha cambiado nada. Recuerdo este lugar tal como lo veo hoy: un cielo azul bordeando todo el monte de sabinas, cubos blancos sorteados acá y allá y al fondo...el mejor regalo: el mar.
Hace semanas que corre mucho viento. Un viento que arrastra la humedad del Mediterráneo. Un viento que me traslada a otro mundo si cierro los ojos y me dejo arrastrar también por él.
Y aquí sigo, tratando de encerrar este momento y llevármelo a Madrid, para que me sirva de postal en las secas mañanas de invierno. Sigo tratando de describir en un trozo de papel qué siento cuando cierro los ojos y el aire me despeina.
El siseo del aire me relaja. Y me pregunto cuánto tardaré en olvidar esto y sumergirme en el mar de las prisas, los atascos y el humo de los tubos de escape. Y aunque sé que afuera, en cualquier otro lado que no sea esta isla, lo que me espera es algo diferente a este sosiego, quiero seguir saboreando esta brisa ibicenca, grabando en mis recuerdos la blancura de esta casa donde tantos años de mi niñez he soñado con escapar.
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