Cada mañana sabía cuántos minutos se retrasaría en llegar al trabajo según cuánto esperaba frente al paso de cebra. Si el semáforo acababa de cambiar a rojo, tal vez no llegara al andén antes de y media. Por eso cruzaba sin esperar. Cruzaba corriendo o a paso muy ligero, por medio de la carretera, sorteando charcos en invierno y buscando las pocas sombras que regalaban en verano los chopos a los vecinos del barrio.
No lo podía remediar. Con el tiempo, le acabaron gustando las prisas, le cogió gusto a ir corriendo a todos los lados. La mayoría de las veces por gusto a la impuntualidad, todo sea dicho. Le gustaba sentir en el estómago las cosquillitas que le provocaban el pensar que llegaba tarde. Y sobre todo tenía claro que prefería que le esperaran, a esperar. No había nacido para ser el que aguarda.
Tampoco se ponía reloj. Consideraba que era como llevar una cadena atada al cuerpo, la del tiempo. Le gustaba más calcular los minutos y las horas según el metro, las tiendas, los semáforos, el telediario... Así se creía más libre. Se creía dueño de su tiempo.
Y así, con esa seguridad, decidió un día hacer un experimento: esperaría...
Y esperó... Abrió los ojos cinco minutos antes de que sonara el despertador. Se vistió, desayunó y se lavó los dientes con prisa inhabitual. Bajó las escaleras de dos en dos y al llegar al cruce esperó a que el semáforo cambiase a verde.
Al llegar al andén, esperó los 7 minutos que tardaría en llegar el próximo metro. Y después de recorrer la media hora que duraba el trayecto al trabajo, esperó frente a la puerta lo que para él fue toda una eternidad. Cinco minutos después entró en la oficina con la sensación de haber hecho la buena obra del día consigo mismo: se había regalado un poco de orden. Y se dio cuenta de que de un modo u otro, al final las prisas nunca son buenas.
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