Diez minutos es lo que suele tardar desde que sale del portal hasta que coge el primer tramo de las escaleras del metro. Y en ese ligero paseo consigue saborear el poco aire fresco que corre en estas mañanas de julio en Madrid. Observa cada ventana abierta, las dos o tres caras que a estas horas de la mañana se asoman tras el cristal abriendo la boca como si suspiraran, aunque en realidad boquean, se desperezan, se despiden del entumecimiento que produce dormir. A esas horas, los empleados de Correos se encaminan hacia su oficina o los conductores que pasan apresurados por el cruce hasta el puente, disimulan ante el retrovisor haber bostezado por cuarta vez desde que arrancaron el coche.
Esos paseos le hacen feliz. Y, como los gatos cuando expresan satisfacción, bosteza, se tapa la boca con la mano y encara el viaje en metro hasta el trabajo como si fuera el primer día.