Y de repente el barrio se llenó de cartones, de gente que se resguardaba dentro de las cabinas que dan entrada a los bancos, refugiándose dentro y cuidándose de no pasar más tiempo a la intemperie aguantando el frío de febrero en Madrid.
De repente los cartones desaparecieron de al lado de los contenedores amarillos, desaparecieron del borde de las aceras, desaparecieron de todos los lados.
Y la lluvia quiso quedarse en la ciudad, a sabiendas de que no existían materiales que la absorbieran, a sabiendas de que empaparía cada baldosa, los adoquines, los pasos de cebra y hasta la hierba de los parques, que más mustia que verde, resistía los empaques del invierno.
Y de repente, el barrio se volvió oscuro, se llenó de gente sin casa, que convertía los pórticos en hogar y los cubos de basura en baúles repletos de sorpresas por descubrir.