No podía decirse que Agustín fuera una persona sigilosa. Le gustaba el ruido y le gustaba oírse. Cuanto más alto, mejor.
Por eso cada mañana, después de comprarse un café con leche para llevar del Café&Té de la Plaza de Chamberí, se sentaba al borde del escaparate de la Unión Mutual Aseguradora, en el escalón que da a la Calle Santa Engracia. Siempre en el mismo lugar, mirando al mismo lado. Y comenzaba a dar los buenos días a los viandantes. Alto. Fuerte. Decidido. Hasta conseguir una sonrisa o, aún más, una respuesta.
Unos le miraban con pena. "Le falta un tornillo", pensarían otros. Algunos incluso le respondían. Estos últimos eran los más. Los que luego en la oficina comentaban lo simpático del saludo mañanero "del que se pone en lo de los seguros".
Hasta que un día dejó de hacerlo.
Pasó una semana desde el último 'Buenos días' hasta que me enteré de que la víctima el atropello del cruce de Luchana tenía nombre.
Desde entonces, se echa de menos a Agustín y su saludo mañanero. Se echa de menos la provocación a tener que responder al "¿O no, señorita?". Se echa de menos la sonrisa que sale al ver cómo algunos se asustan al tener que dejar de ser transparentes camino del trabajo.
Al fin y al cabo, es lo que tiene Madrid: todo el mundo es anónimo hasta que ocurre una desgracia.