Se levantó sobresaltada, con la frente empapada en sudor, nerviosa. A pesar de la mala noche sabía que, en el fondo, había obrado bien. Sabía que, aunque todos los que la rodeaban juzgasen su actitud esquiva, había obrado bien. Porque en el fondo de su ser guardaba la certeza de que lo último que se pierde (o se debe perder) no es la esperanza, sino la dignidad.
Todo comenzó aquella tarde en que decidió, no sin antes consultarlo con la almohada, decir basta. La situación en la línea de cajas seguiría siendo la trinchera en la que se resguardan decenas de mujeres con contrato temporal que un día se proponen dejar atrás la vida casera, encerradas en la cocina o rodeadas de biberones y ropa sucia.
Una trinchera que sufría el descontrol de las novatas, la batalla diaria de las clientas y las prisas y la presión de un gerente al que sólo le importaba la rapidez del cobro. Total, las cajeras eran eso mismo, cajeras, sin nombre ni apellido, solamente números.
Tras una dilatada experiencia profesional como dependienta, limpiadora, cuidadora de ancianos, televendedora y encuestadora de calle a tiempo parcial, veía en los códigos de barras el paréntesis a una vida cargada de aprietos para llegar a final de mes, el trabajo de su vida, al techo laboral con el que toda mujer con sus características podría soñar.
Pero esa mañana, tras un grito, un insulto y un par de lágrimas escondidas entre etiquetadoras y una fregona ‘villeda’, decidió decir basta.
Porque ella no se merecía esos dos tonos malsonantes. Ni se merecía la mirada tímida de las clientas del barrio, que entre dientes, la consolaban diciendo ‘no te preocupes’.
Ella, que siempre había sido una persona segura, capaz de sobreponerse a cualquier situación, serena, perspicaz y salada, muy salada.
La línea de cajas le había acabado de amargar el carácter. Desde hacía ocho años, cuatro meses y 17 días, su sonrisa ya no era la misma, su carácter ya no había sido el mismo y sus ocupaciones en el supermercado habían dejado de ser las mismas. Ya sólo servía para pasar códigos de barras por el detector. Nada más.
¿La explicación? Sólo una respuesta, o varias a la vez: su gerente, su matrimonio, sus dos embarazos, su ciática, su mal dormir por las noches, su todo, su vida entera. Vida que pasaba por delante de sus narices en cada mala contestación.
Hasta que dijo basta, hasta que una tarde, a la hora del cierre, recogió y se despidió en el tercer escalón de bajada. Ahí, entre las puertas correderas, dijo ‘Adiós muy buenas’.
- Me voy, me largo, pido la cuenta.
- Pero…eso no me lo puedes decir así de esa manera, tendrás que darme 15 días…Además, debes horas a la empresa – le contestó el gerente
- Me voy, mañana vendré a recoger mis cosas a la taquilla.
Y, sin más, se fue, sabiendo que todavía estaba a tiempo de vivir, sabiendo que hoy es siempre todavía.
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