Se ha pasado la tarde rematando a conciencia las varas metálicas que hoy forman el esqueleto de su nueva cometa. Las ha envuelto con telas de mil colores que entremezcladas entre sí no dejan ver lo roídas que están.
Pese a la artrosis, sus manos huesudas han trenzado los hilos que unen los mil y un pedazos de tela y se han movido con eterna parsimonia con el único consuelo de que el cariño con que lo ha hecho es el mejor de los combustibles.
Tras el último nudo, ha recogido la borla que pone el broche final a su cometa y se ha echado a la calle sin dejar de mirar entre las nubes el azul del cielo.
En una mano lleva el armatoste de mil colores y en la otra, la silla de camping de color verde que hace unos años compró con intención de disfrutar más de la naturaleza.
Ni diez minutos tarda desde su casa hasta el montículo más alto del parque. Y allí, rodeado de niños y curiosos que detienen su paseo para ver volar la cometa a este viejo, vuelve a mirar al cielo convencido de que la verá, de que recibirá la señal de que ella también lo está viendo desde allí arriba, de que reconocerá que los mil y un retazos de tela que pacientemente él ha compuesto, son suyos, son parte de su ajuar, de sus manteles, de su ropa y hasta de sus delantales con los que cocinaba comidas horrendas.
Él vuela la cometa con una sonrisa, porque con el viento parece que ella la atrae hacia sí, con fuerza.
Tardó más de dos meses en fabricarla. Pero el tiempo ha merecido la pena, porque esta vez parece que ella sí ha reconocido la tela, las varas y hasta los brillos de las lentejuelas doradas que le quitó a uno de sus pañuelos. El viejo está convencido: "Esta vez sí, esta vez me ve".