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La vieja Telefunken Gavotte presidió el salón de mi casa durante toda mi infancia. Ocupaba prácticamente todo el altillo del mueble, al lado de dos grandes jarrones con flores de tela y un extraño payaso de colores hecho de vidrio soplado cuya sonrisa nunca supe descifrar. Todos los elementos decorativos cambiaban de lugar y de posición de vez en cuando. A veces, mi madre provocaba una limpieza general con el único objetivo de mover el payaso de sitio, de reponer las flores de tela o de colocar viejas enciclopedias que ya nadie consultaba al lado de cualquier otra figurita que desde ese mismo momento decidía que presidiría el altillo.
La vieja Telefunken Gavotte presidió el salón de mi casa durante toda mi infancia. Ocupaba prácticamente todo el altillo del mueble, al lado de dos grandes jarrones con flores de tela y un extraño payaso de colores hecho de vidrio soplado cuya sonrisa nunca supe descifrar. Todos los elementos decorativos cambiaban de lugar y de posición de vez en cuando. A veces, mi madre provocaba una limpieza general con el único objetivo de mover el payaso de sitio, de reponer las flores de tela o de colocar viejas enciclopedias que ya nadie consultaba al lado de cualquier otra figurita que desde ese mismo momento decidía que presidiría el altillo.
Nada robó nunca el reinado a la vieja Telefunken. De hecho aún hoy sigue cubriéndose de polvo con chulería, pero también con la solera y la grandeza que dan años y años de protagonismo. Continúa allí, muda, viendo pasar de forma impasible las miradas extrañas de las pocas visitas que reciben mis padres los domingos por la tarde.
Tal vez tenga ya sesenta años, o setenta. Nunca llegué a saberlo con certeza. Forma parte de las muchas lagunas que conforman la vida de mi padre, tan llena de aventuras, de viajes a lejanos lugares de África, de romanticismo encerrado en cartas de amor que irremediablemente han amarilleado por el pasar de los años.
Una historia que todavía me cuesta entender y de la que aún me faltan trazas que quizá nunca llegaré a conocer del todo. Porque tampoco sé cómo empezarla, ni qué momento puedo cifrar como el primero. Son tantos detalles, que a la hora de hilarlos parece que ninguno vaya a casar del todo.
Porque la vida de Joao Salazar ha sido de todo menos aburrida. O al menos eso es lo que nos ha contado siempre. Hoy ya no recuerda muchos detalles, e incluso se sorprende al recordar fragmentos que nos relató una y mil veces a lo largo de nuestra niñez. Le vienen a la memoria nuevos momentos, nuevas caras y nombres y a la hora de narrarlo todo se convierte en un puzzle con un millón de piezas más que montar. Aunque de lo que estoy segura es de que sus recuerdos se aceleraron si echamos la vista atrás de tres años para acá...
Paseábamos por una calle ancha, llena de matorrales, en el camino que la naturaleza ha trazado desde la fortaleza de Sagres hasta las casas de pescadores que parecen delicadamente colocadas, de una en una, mirando de forma lejana al mar que se abre ante ellas.
Hacía calor y ya estábamos cansados. Pero los ojos de mi padre brillaban con un color especial. Estaba recordando. Murmuraba que aquello ya lo conocía, que aquél paseo lo recorrió en innumerables ocasiones cuando no contaba con más de diez años.
Aunque nunca he comprendido bien en qué parte de toda su historia se encaja que viviera en Sagres, lo cierto es que aquella tarde conocí a dos personajes fundamentales que otorgan gran peso a la misma. Mariela y José.
...Continuará
...Continuará
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