Cuando ya todos se iban y el almacén se quedaba solo, él aún apuraba un poquito más para terminar de estirar las cintas de embalaje de las cajas del día siguiente. Se concentraba cada tarde en desembalar un total de cuatro cajas, de cinco, de tres o de dos (nunca menos de dos), según como le hubiera ido el día.
Ésa era su recompensa: poder determinar y organizar el trabajo del día siguiente, sin importarle fichar más de dos horas después de su hora correcta de salida.
Y en casa, donde nadie le esperaba, encontraba el remanso de paz final, pese al bullicio de la sala, en la que se agolpaban frente al televisor sus más de siete compañeros de piso.
A las siete de la mañana, vuelta a empezar: fuera despertador, fuera legañas y para adentro un café sin ganas ni gusto, pero con la esperanza de que le quitara el sueño residual de todos los días de la semana.
Salía de casa, con la cabeza alta, con ganas, con la expresión de quien comienza un trabajo nuevo un lunes, con toda la semana por delante.
Y así, con una sonrisa de oreja a oreja y un 'Buenos días' más efectivo que cualquier otro estimulante, me lo encontré durante algo más de tres años a la salida del Metro de Nuevos Ministerios. Daba gusto coger el papel de la publicidad, porque daba igual qué es lo que publicitase.
La gente, soñolienta aún, no evitaba sonreír, porque su sonrisa y sus ganas contagiaban.
No sé qué habrá sido de él. No volví a verlo más. Tal vez la crisis lo mandó al paro, o su familia al otro lado del charco reclamó su presencia en casa, o simplemente cambió de trabajo. Sólo sé que los Buenos días a la salida del metro me faltan desde que no tengo publicidad que coger.