Llegada la primavera, se les veía pasear por el parque cada día. Sorteaban las terrazas de los bares y siempre acababan entrando en la heladería que estaba en medio de todo el paseo. Un cucurucho de fresa para ella y una cucharilla de colores para él.
Era sabido en el barrio que ambos disfrutaban del sol, de los árboles y del permiso que el sanatorio les daba todas las tardes de 17:00 a 19:00. Pero preferían este parque al que se veía desde sus dependencias. Así podían mantener el anonimato.
Todos sabían que, con diferente grado, a cada uno le faltaba un hervor o un tornillo. Pero era bonito sentir en tercera persona cómo habían pasado de la simple caminata catártica al paseo de los mayores enamorados del reino.
Ella, fea como un dolor. Él, más bien achaparrado.
Se reían, hablaban, compartían helado, discutían y a veces hasta se besaban. Pero nunca se miraban a los ojos. Al parecer, era una de sus rarezas.
El verano les regalaba calor y les animaba a adentrarse en el parque para ver a los patos del estanque. Solo a veces, porque prácticamente cumplían a rajatabla los mismos pasos del mismo paseo de siempre.
Un día cambiaron de rutina y entraron en el mesón a pedir un vaso de agua. Nadie ha olvidado desde entonces la cara de sorpresa de él cuando vio que ella bebía el agua del grifo sin inmutarse siquiera. Se limpió sólo las comisuras de los labios con la punta de los dedos índice y le besó en la frente. Se marcharon sin hacer ruido, cogidos de la mano y mirando fíjamente al frente, como si la vista les empujara sin querer camino del sanatorio.
Desde que ese día volvieron, no regresaron más. Ni al paseo, ni a la heladería y mucho menos al mesón.
En el barrio se rumoreaba que al cerrar el sanatorio dieron de alta a todos los internos, pero tambièn hay quien afirma que ahora esos dos son asiduos de los paseos en autobús: dos paradas les dan para dos besos apenas robados.
No sé si el tiempo dará la razón, pero al menos, con estos dos, ha ayudado a avanzar algo.
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