Llega pronto, cinco minutos antes de la cita de todos los días, así que decide aminorar el paso y, con gesto lento, mirar el reloj que lleva en la muñeca.
Aun siendo las seis de la tarde de un día cualquiera de primavera, los transeúntes andan con prisa y a medida que se acercan a la estación de metro de San Bernardo, aceleran el paso obligando al tiempo a esfumarse con rapidez para llegar antes a casa.
A ella, esa pequeña espera le parece deliciosa. Les observa, les sonríe y, mientras, fija la mirada a lo lejos de la calle Alberto Aguilera esperando verle. Se impacienta, mira de nuevo su reloj y se atusa el pelo nerviosa dedicando esos pocos segundos antes de verle a mejorar, con gesto coqueto, su imagen.
Al fin lo ve. Una gran sonrisa le come la cara. Y ella le responde de la misma manera. Mueve las manos nerviosa y, traviesa, le indica que llega tarde otra vez.
Él la besa, la abraza y bromea atrapándola entre sus brazos para impedir que se vaya.
Ella le sostiene la mirada y con las manos le dibuja mil y un sonidos, mil y una palabras de amor, de gestos que indican enfado por su tardanza. En sus pupilas brilla el ansia por retener esos pequeños momentos antes de que la boca de metro la acabe engullendo.
Se besan otra vez y lentamente separan sus cuerpos moviendo nerviosamente las manos para pronunciar un 'adiós' tan sonoro que apenas sea imperceptible para el resto de viandantes. Nadie les oye, ni siquiera aunque intenten escucharles.
Y es en ese momento en que las cabezas se giran, les miran y miles de sonrisas despiden a la chica rubia que el metro secuestra. Otra vez, otro día más, él se vuelve y cabizbajo emprende como cada tarde su camino hacia casa. Un sms le dirá esta noche lo mucho que la quiere. Al fin y al cabo las palabras si quedan escritas tienen mucho más valor que las que dicen que se lleva el viento.