Una noche interminable

Llevaba mucho tiempo esperando este día y en sus ojos, pasadas las 8 de la tarde, todavía se podía leer el ansia con que había hecho correr las horas. Estaba nervioso, inquieto...pero a la vez cansado de tanto movimiento y actividad.

Tras la cena y una breve conversación al filo de su cama, apagó la luz en un santiamén y se arropó cubriendo su cara hasta casi taparse los ojos. Y así, agarrando con fuerza la manta y revolviendo con los pies los nudos de sábana que se le iban quedando bajo las piernas pasó toda la noche. Toda la interminable noche.  

Como a la mitad de la madrugada el hormigueo de los dedos se le pasó a los antebrazos y, tras estos, a los codos y hasta los hombros. Pero no cejó en su empeño de mantenerse totalmente inmóvil, en silencio, esperando con impaciencia que el gallo o el despertador marcase la hora de levantarse. 

Como sacudido por un calambre, que más que corriente llevaba cosquillas, se levantó de un salto, tropezó, abrió la puerta y recorrió el largo pasillo hasta el salón. 

Ahí estaban: esparcidos por toda la sala. Montones de cajas empaquetadas, con mensajes, con dibujos y con una caligrafía propia de alguien que llega de muy lejos, que escribe con prisas porque aún tiene que hacer más visitas. 

Ahí estaban, todos sus regalos. Había llegado la hora de despertar al resto de la familia porque, por fin, era el día de Navidad. 

¡Felices Fiestas a todos!

Me desmorono

Cada día estoy más harta, piensa Isabel cuando ve la cama a medio hacer a la vuelta del trabajo. No ve llegar la hora de ser madre, un detalle que quizá pueda ayudar a la reciente reconciliación en ciernes con Adrián.

Después de más de once años juntos, las diferencias se han vuelto cada vez más grandes. Sin embargo cada minuto, cada segundo siente la imperiosa necesidad de llamarle y preguntarle qué tal.

Esa mañana, entre cristales empañados por el frío de noviembre, y la pereza de colocar los calcetines revueltos en el sofá de casa se sienta en una silla y marca su número.

-      Cariño, soy yo. ¿Qué tal llevas la mañana?
-      ¿Eh? Bien, aquí, terminando de pintar una habitación.

Conste que Adrián llevaba trabajando para una empresa de pinturas más de un año, sin estar dado de alta, claro. Hasta hace menos de dos años no ha podido disfrutar de un número de cotización a la Seguridad Social y una nómina legalmente establecida…Aunque era un oficial eficiente y había dejado atrás una pequeña empresa que tenía en el pueblo, se dejaba llevar por la corriente de unas condiciones laborales no del todo claras.

Adrián no tenía contrato ni vacaciones, ni derechos laborales de los que disfruta o debería disfrutar cualquier trabajador. Cobraba unos suculentos 2.000 euros en los cuales su jefe ya pensaba iba compensado el hecho de no hacerle un contrato y pagar por él las consiguientes garantías sociales.

-      ¿Qué pasa cariño?, ¿todo bien? - le pregunta Isabel, deseosa de estirar los minutos de conversación.
-      Bueno, sí. ¿Sabes qué? Mañana estoy de vacaciones. Si quieres voy a buscarte.
-      ¿Y eso?, ¿otra vez de vacaciones?
-      Sí, es que no hay mucho trabajo. Vicente dice que está la cosa muy mal, que no salen trabajos, que sólo va a ser una semana… Ya sabes.
-      Ya sabes ¿qué? No sé Adrián, no sé. Ya sabes ¿qué?
-      Pues ya sabes que esto es lo que hay. Que no sé por qué me huele raro.
-      ¿El qué te huele? Adrián, cuando te pones así…o yo soy tonta o no me entero de nada. Bueno, luego nos vemos en casa. Un beso.
-      Un beso.

Ese ‘me huele mal’ se traduciría una semana después en explicaciones huecas sobre el por qué no hay trabajo. Si es verdad que las cosas no salían como se esperaban, ¿por qué dilatar el tiempo para anunciarlo a los trabajadores de la cuadrilla?

Adrián no sabía nada. Isabel tampoco, aunque lejos de descubrir esas preguntas de su chico, se preocupa por llegar a tiempo a la estación de cercanías de San Nicasio. Allí, tras tomar un tren que la llevará hasta Atocha, deberá coger el metro (que tampoco vuela) para llegar al supermercado donde trabaja, en el barrio de Lavapiés.

Lleva más de tres años con contrato indefinido y, sí, está a gusto con lo que hace, está a gusto reponiendo y colocando toneladas de pescado congelado. Le va bien con el horario partido y con las condiciones que firmó, aunque ya ha intentado más de una vez opositar a celador. Dicen que no pagan mal y el horario es muy bueno para las pretensiones de tener un hijo.

Un trabajo para toda la vida. Seguro, teniendo como jefe el propio Estado. ¿Qué más puede desear?  

Elucubraciones que castañetean en su cabeza mientras el metro sigue su curso, ajeno a la gente que se sienta cada día, cada mañana, tarde o noche, hacia un destino diferente. Próxima estación, Lavapiés.

Camina despacio, sosegadamente, sorteando los charcos de la acera. No quiere mancharse ni mojarse ni sentir el invierno en sus pies. Sólo quiere llegar al trabajo y que las horas se le pasen volando. Le gusta sentir la sensación de esperar sólo cinco minutos y salir por la puerta ya, hasta el día siguiente.

Y así, con esa sensación de dejar pasar el tiempo y no pensar en él, echa la mañana no sin antes guardar un pequeño espacio en su cerebro donde el único habitante es Adrián, que por su parte, se ha entretenido toda la mañana en apuntar en un papel la de cosas que tiene que hacer en su casa para entretenerse en su semana de vacaciones.  

Adrián es pintor desde los 16 años. Empezó de peón, como empiezan todos los chavales de su pueblo que tiran por la borda el Graduado Escolar porque lo que desean es vivir la vida. 

Un tal día como hoy



Hace un día de perros. Madrid amanece fría y helada, con reminiscencias de la lluvia que cayó anoche. Hoy podría ser cualquier martes de cualquier mes de noviembre, sin embargo estamos ya en 2007 y nada me hace sospechar la que se nos viene encima dentro de unas horas, cuando periódicos de todo el mundo, informativos de radio y televisión y corredores de bolsa, descubran que los atisbos que sospechaban eran signos de una incipiente crisis financiera, se ha convertido en un monstruo lo suficientemente voraz como para acabar con los sueños toda una Nación. Nada hace presagiar que el paro se va a convertir en no una, sino la principal preocupación de la sociedad de nuestro país, con estadísticas muy por encima de otros puntos negros como el terrorismo, la inmigración o la propia política.

Como os digo, me levanté con la sensación de que era un día más, de que necesitaría la bufanda y los guantes de nieve como cualquier otro día de invierno y, sobre todo, de que todo sería igual. Nada pasa si no pasa nada…

Nada pasa…pero todo está pasando por delante de mis narices. Salgo de casa con la hora pegada a…con la hora pegada como siempre, bajo las escaleras de dos en dos, como siempre y me dirijo al metro si reparar en nada.

Idad del bosque

La noche es cerrada. Una noche de luna tapada y de estrellas ocultas bajo un espeso manto negro.

El ladrido lejano de un perro me ha asustado hasta el punto de querer asomarme por la ventana. Y mientras intento alcanzar con la vista algo más allá del primer árbol, inspecciono el cristal que la lluvia de ayer ha convertido en moteado.

Dicen que en noches como la de hoy, en las que el frío acartona cada una de tus extremidades, y en las que no hay más luz afuera que la que desprende el farolillo de mi puerta, es fácil que aparezca la 'idad' del bosque.

Tal vez sean sólo habladurías. Tal vez.

Vuelvo a mi mecedora y busco con la mirada a mi gato, con la intención de continuar obligando al tedio a desaparecer mientras miro de nuevo hacia la ventana y bostezo.

Silencio

Hacía una tarde de perros. El frío metálico de noviembre se colaba entre las juntas de las ventanas, y los cristales se habían resignado ya a soportar el repiqueteo impenitente de la lluvia.

La chica se acurrucó en el sofá cubriéndose con la manta de lana que su abuela, una tarde como aquella, tejió con la esperanza de incluírsela en el ajuar. Envuelta en ella, parecía una oruga estirándose y arrugándose, desesperada por encontrar una postura cómoda que le permitiera pasar la tarde sin el sopor de las últimas cuatro horas.

Él se había marchado dejándola frente al televisor, con la revista a medio leer y con la boca abierta, sin saber qué decir. Nunca se imaginó que tras la misma discusión de siempre él decidiese cruzar el umbral de la puerta dejándola sola. Y esta vez, irremediablemente sabía que sí era para siempre.

-         Me voy. No quiero seguir aguantándote las tonterías que tienes en la cabeza. ¡Coño, que pareces UNA NIÑA! – le había gritado antes de irse.

Ella no había dicho nada. Tal vez, porque no se lo esperaba y porque guardaba la esperanza de que, tras la riña, la misma de siempre, él acabase volviendo, aunque fuera borracho, también como siempre.

Las discusiones habían aumentado en los últimos tres meses, los que llevaban viviendo juntos. Porque hasta entonces, ni una sola palabra se había pasado de tono. Y durante el tiempo en que fueron ‘novios formales’, las malas caras, las muecas y las arrugas en la nariz, aunque sí habían existido, nunca había dejado paso a los reproches verbales.
Cada discusión, era una tormenta de ideas, de reprimendas y de cosas guardadas. Parecía que quemasen y en cierto modo, le provocaban llagas en la boca cada vez que las daba el permiso de salir.

Hasta ahora, la tentación de llamar a su madre no había aparecido por su cabeza, por más que sí necesitase su compañía. La tranquilidad de quedarse sola en el sofá, sin escuchar reprimendas, consejos banales o gritos, podía más que la poca fuerza que hubiera de hacer hasta llegar al teléfono.

Pasadas las ocho, decidió levantarse, aunque con pereza. La manta pesaba más de lo que imaginaba. La tiró al suelo sin ganas y sin ganas se dirigió al cuarto de baño decidida a abrir el grifo de la bañera.

El chorro rompió de repente el silencio de la casa y, acompañado de un vapor blanco y espeso, comenzó a salir con la misma furia que parecía tener la lluvia del exterior.

La chica controlaba ensimismada con el dedo la temperatura del agua, y con la mirada perdida en uno de los azulejos amarillentos del pequeño cuarto de baño se entretuvo recordando el olor, el color de su pelo, sus ojeras y la tos seca que durante tres meses habían compartido cama con ella.

De pronto, el teléfono comenzó a sonar. Sería él, seguro – pensó –.

Pero no corrió a cogerlo. Más bien, se dejó llevar hasta él y arrastró los pies hasta el cuarto de invitados.

-         ¿Quién? – preguntó la chica sin pretender hacerse la interesante.
-         ¿Por qué has tardado tanto en cogerme el teléfono? Llevo llamándote unos diez minutos. La señal sonaba y sonaba y ya me estaba empezando a preocupar. Porque con este tiempo seguro que no se te ocurre salir de casa. A ver si vas a coger un resfriado…o algo peor, la gripe. Que no estás para ponerte enferma, tal y como está el trabajo y lo que te está costando encontrar uno adecuado. Bueno, ¿Cómo estás?

Colgó. Era su madre y ahora no le apetecía contestar, justificarse y explicar que habían discutido, que él se había marchado y sabía que esta vez sí sería para siempre.
En realidad, sabía que si la explicaba todo esto, seguramente ella le diría ‘Seguro que le has sacado tanto de quicio, que ha decidido darte un susto, para que te controles la próxima vez’, o algo parecido.

Había dejado de tener la esperanza de que incluso su propia madre se pusiera alguna vez de su parte.

Porque él y su madre se había llevado bien desde que se conocieron. Desde que la primavera pasada le llevó a comer a casa convencida de que su familia vería con buenos ojos su relación.

Porque ella en sí y por separado, nunca había sido nada del otro mundo. Al menos era lo que siempre le había repetido todo el mundo.

Dejó de estudiar porque le hastiaba hacerlo bien, porque necesitaba superarse con otra cosa que se le diera peor, para ir mejorando. Dejó de salir con sus amigas y dejó de buscar trabajo, porque estaba convencida de que no servía para ello.

Hasta él se lo repetía: ‘Si es que no vales para nada. ¿Te has visto bien?, ¿tú te miras al espejo?

Ella ni siquiera asentía. No pensaba, no escuchaba. Sólo se dejaba llevar, inerte y yerma de pensamientos e ideas ajenas.

El teléfono volvió a sonar y el ‘ring ring’ estridente la devolvió al mundo real en pocos segundos. Lo descolgó y situó el auricular en la mesita, sin contestar, porque sabía que los grititos que se escuchaban al otro lado de la línea eran de su madre, otra vez. Más reproches, más desidia, más bronca. Hoy no le apetecía asentir sin sentir más que aburrimiento y escozor.

Salió de la habitación y volvió hacia el cuarto de baño. El agua, había dejado de salir caliente. Otra vez el calentador estaba haciendo de las suyas, así que giró hacia la izquierda el grifo y, enérgicamente, lo volvió a la derecha, por ver si por fin, el agua se decidía a salir caliente y a mantenerse así.

-         ¡A ver si aprendes a controlar más el agua!, ¡que luego vaya facturones tengo que pagar a final de mes! – le repetía él cada día.

Desde que se fueron a vivir juntos no había dejado de parecer su madre. Tal vez por eso su madre se llevaba tan bien con él, porque se parecían tanto que cualquiera diría que se ponían de acuerdo para entorpecerle el paso.

Así se sentía: cohibida. Tanto por él, como por su madre, por los trabajadores de las ETT’s que visitaba cada semana, por sus nuevos vecinos (tan cotillas, tan irrisorios, tan ‘metomentodo’ que parecían sacados de una caricatura viva).

Su dedo volvió a tocar el agua que salía del grifo. Esta vez sí estaba caliente, así que aprovechó para desnudarse. Los pantalones del pijama, de los que no se desprendía desde hacía días, se deslizaron por sus piernas suavemente. Estaba segura de que era lo único que le había pasado ‘suavemente’ desde hacía tiempo, lo único delicado. Por eso, disfrutó su caída y aspiró el momento con tranquilidad.

La camiseta de tirantes, el sujetador, la cinta del pelo, el reloj sin pila…todo.

Y se quedó desnuda, libre de ropa y de pensamientos. Sólo con suspiros y ya sin la pesadez del remordimiento de que él se hubiera marchado a gritos, con la amenaza de no regresar más. Esa vez no volvería. Seguro.

Abrió el cajón y las sacó. Llevaba tiempo planteándose un cambio, un cambio en su vida, en sus rutinas y en sus relaciones con su gente más cercana. Tal vez un cambio en sí misma: para ella y para los demás. Más para él que para ella. Pero un cambio, el fin.

Se metió en la bañera y sintió cómo el calor le llegaba hasta las sienes tornando coloradas sus mejillas al tiempo que todo su cuerpo se acomodaba a esa temperatura tan agradable.

Se miró los pies, tan blancos, tan delicados; las piernas, tan libres de vello; los muslos, los brazos, los dedos. Toda ella se escurrió hacia el fondo de la bañera y sintió cómo el calor invadía hasta el interior de sus oídos. Salió a la superficie y el frío del ambiente del cuarto de baño impactó sobre su cara sin avisar y volviendo fríos los mechones de cabello que de repente se le habían pegado en la cara.

Acercó el metal a sus extremidades y con el cuidado de un cirujano saneó su vida. Sintió frío, calor, sequedad en la boca. Sólo el blanco invadió sus ojos, que tensos y abiertos de par en par miraban, ya sin latido, hacia el azulejo amarillento de la pared de su cuarto de baño.

La puerta de la casa se abrió. Pero ella no le vio, porque todo se transformó en silencio.

Elsa

Elsa nunca tuvo hijos, ni perros que cuidar, ni tan siquiera una hermana en los Pirineos a quien mandar felicitaciones en Navidad. Nunca tuvo la necesidad de convertirse en madre.

Hace años que vive sola. Más de 30. Desde que enviudó.

A sus 75 años vive cada día pegada al transistor que hace varias décadas heredó de su padre y a las agujas de punto que heredó de su madre. Pasa las horas mirando por la ventana y tejiendo bufandas para algún sobrino imaginario. Apenas sale a la calle, en parte porque desde el quinto piso en el que vive se le hace complicado bajar hasta el portal. Sus vecinos nunca quisieron ponerse de acuerdo para las obras del ascensor, así que Elsa decidió enclaustrarse entre sus cuatro paredes e inventarse un pasado para obligarse a creer que su vida había estado llena de sobresaltos.

Porque si algo había caracterizado su vida había sido la previsibilidad con que le sucedían las cosas: creció, se enamoró, se casó, dejó de trabajar para cuidar a los hijos que nunca llegaron, enviudó y se quedó sola.

Añoraba las tardes en que paseaba por el parque en primavera, agarrada de la mano de su esposo, y saboreando caramelos de fresa mientras veía jugar a los niños, charlar a sus madres y soñar con que algún tiempo pasado ella podría haberse encontrado en la misma situación. De eso hace ya muchos años. Casi ha perdido la cuenta de las primaveras que habrán pasado desde aquello.

Entre madeja y madeja, desperdigadas por el suelo del salón, acumula revistas que algún día tal vez leyó. Son revistas de patrones, revistas de moda, modelos que llenan de inspiración su afán creativo con la lana.

Mezcla los hilos y corre los puntos con una rapidez que asustaría hasta a la misma Aracne.

Vuelve a colarse las agujas bajo las axilas y sostiene la madeja con los pies, para que no ruede hasta la puerta. Está haciendo una bufanda nueva. Gris plata, igual que su cabello.

Por un momento le ha sobresaltado un ruido cerca de la puerta de la entrada. Mira de soslayo y regresa a sus labores: <<Podría alargarlo más en la parte inferior y hacerme un chal, gris perla>>, piensa, mientras sus manos continúan trabajando a un ritmo febril e incansable.

<<Los hombres no son capaces de hacer dos cosas a la vez>>, afirma una mujer que debate en una mesa junto a otras siete personas en el canal 4, <<¡Qué cosas!>>, dice Elsa, en alto. Y se ríe pegando la barbilla a su pecho y moviendo de un lado a otro la cabeza.

Parece que anochece. La luz ya no entra tan clara en el pequeño piso de Elsa. Se levanta del sillón, deja las agujas sobre el cojín y cruza la bata sobre su pecho. Parece que ya refresca. Apaga la luz del salón, y ya camino a la cama, regresa a su soledad, sin madejas de lana, agujas o bufandas que la acompañen. Ahora toca soñar despierta hasta que se duerma. Soñar con los viajes que pudo hacer algún día para conocer la playa, ponerse el bañador y disfrutar del sol. Aquél que, por hoy, ha dejado de entrar en su pequeña madriguera.

El pequeño mundo de Martha

El día se entristece si Martha no sonríe. Es curioso ver cómo convierte en mágica cada cosa que toca, cómo tras varias pompas de jabón puede cambiar su visión del mundo. De ese pequeño mundo formado por pocos elementos.

Sus ojos hoy lo dicen todo: el pequeño Yorkshire de sus abuelos se ha convertido en su nuevo mejor amigo y está feliz. Feliz de poder indicarle que las hojas secas no se comen, que la pelota es para jugar, que juegue con ella y que siga corriendo y saltando junto a ella alrededor de la loseta roja del patio de la casa de verano.

Martha corretea en círculos enseñando un lazo rojo al pequeño Yorkshire. Ríe a carcajadas porque un cosquilleo intenso y continuo se ha posado en el suelo de su estómago...Lanza sin parar el lazo rojo hacia el cielo y mira a sus padres esperando alguna regañina por el escándalo que está formando a la hora de la siesta. Pero hoy sólo recibe sonrisas.

Martha ríe escandalosamente y con el escándalo ha conseguido despertar a los abuelos.

Es feliz con poquito y sus padres, que la miran como si se derritieran, no dejan de repetirse lo afortunados que son por estar criando un ángel. Porque atrás ya quedaron las preocupaciones, las miradas cómplices buscando soluciones y porqués. Y la respuesta no puede ser más tajante: un cromosoma de más, trisomía 21, ¿y qué?

Desde que Martha es Martha, el mundo de todos los de su alrededor es de colores y está hecho de la materia con que se forman las pompas de jabón y la risa. Y el aire se convierte en vapor de agua y en brisa con olor a melocotón. De ésa que hace cerrar los ojos y esperar a que cada chispa se pose y se reparta por el cuerpo como a pellizquitos.

Aún no lo saben, pero cuando Martha crezca será bilingüe y le dará miedo montar en avión. Continuará soñando con lazos rojos, con carcajadas y pompas y creerá que el mundo está lleno de amor, porque amor es lo único que tiene aprendido. Los años no pasarán por ella. En su cara continuará reflejándose la ilusión de ver todo por primera vez, como un niño pequeño, sin dejar que el paso del tiempo merme su capacidad de impresionarse.

Como un libro abierto, Martha hoy enseña cómo disfrutar. Mañana enseñará cómo no se pueden olvidar las cosas esenciales de la vida aunque el tiempo vaya dejando en todos recuerdos que a veces es preferible olvidar.

Vuelvo a Zakynthos


Regreso. Después de más de 30 años dando tumbos por el mundo, vuelvo a Zakynthos, la isla de las tortugas, jónica, de aires mediterráneos y horizontes verdes. Vuelvo a la isla con la esperanza de encontrarte, aunque más de tres décadas me separan de la última palabra que me dijiste y la imagen que guardo de ti en mi memoria.

Atrás han quedado muchas otras. Islas de resistencia y de olvido. Islas paradisíacas que me enseñaron a no poder olvidarte y a recordarte añorando cada uno de tus movimientos.

Sigo a la ‘Caretta’ desde que me enteré de que le eran fieles al lugar. Viajo solitario como ellas y me desprendo de cualquier otro recuerdo que he ido almacenando a lo largo de mi periplo.


Hoy vuelvo con el alma cargada de nostalgia, presuroso por encontrar la ola que me lleve de nuevo a 1981, que me recuerde dónde empezó todo y qué soy hoy después de haber perdido todo buscando nada más que tiempo. 

Las cuatro estaciones

Se le puede ver con la cabeza gacha todas las mañanas, camino del metro. Camina con paso incierto, inseguro, y sortea los charcos provocados por el riego del césped del parque. A veces se moja los pies, otras no. Escucha música a través de los auriculares.
Muchos días no escucha nada, pero igualmente los lleva pestos. Quiere evitar que le llegue el sonido estridente de las ruedas metálicas del vagón rozando con los raíles de las vías del suburbano.
Seguramente saltarán chispas por el contacto. Seguramente la temperatura del metal estará acorde con la que ya acecha las calles de Madrid a las 9 de la mañana. Pero dentro, en cada uno de los asientos, sólo puede ver gente que duerme, gente que viaja adormecida y gente que sueña con salir del trabajo cuando aún no ha entrado a sus oficinas.
Son más de diez estaciones las que ha de recorrer hasta llegar a su destino. Y aún allí, recorrer a pie unos 100 metros hasta el portal tras el que absorberá ocho horas de tareas, ocho horas de hilo musical y ocho horas de ir y venir de mensajeros con paquetería que tal vez se pierda en el viaje de ida.
Mueve la cabeza al ritmo de la música. Hoy toca ‘reggaeton’.
La señora que se sienta a su lado intenta descifrar con el oído derecho qué dice la letra que él escucha. Tarea imposible. Ni siquiera él entiende el mensaje.
La megafonía del vagón parece decir que ha llegado a su destino. Los carteles luminosos indican con letras rojas sobre fondo negro que su estación le espera tras las puertas acristaladas del vagón.
Y sale de nuevo con la cabeza gacha. Cuenta las escaleras mecánicas que el tramo se va tragando según sube. Y al fondo del pasillo, antes de alcanzar la salida,  un músico reproduce a cambio de monedas, ‘La Primavera’ de Vivaldi. Allegro, Allegro, Allegro.
La gente sonríe y le mira. No a él, sino al músico. Y él no puede evitar escuchar el sonido que irremediablemente inunda el último tramo hasta llegar a la calle.
“Una mañana más, un viaje menos en metro”, piensa. Mientras el músico, continuará poniendo empeño en cada nota de la partitura. Sin esperar que nadie le mire. Hasta el final de la jornada.

Verano

Quema el asfalto en la calle. El aire corre caliente y casi quema. Una bola de pelusa sube zigzagueando hasta postrarse sobre la baranda de su balcón, pero no entra. Él, tumbado sobre la esterilla de paja en un extremo de su pequeño salón, cierra los ojos y recuerda cómo suenan las olas dejando estallar su furiosa carrera sobre la orilla de cualquier playa. Reproduce el sonido de las gaviotas y parece que sintiera la brisa, parece que le despeina…y no puede más que sonreír.
Abre los ojos y vuelve a estar en el centro de Madrid. El aire quema y los termómetros se acercan a los 40 grados. Apoya sus manos sobre la misma baranda que le muestra la Gran Vía y mira a su izquierda, hacia un horizonte repleto de altos edificios, teñido de azul y naranja. Se siente lejos de la ciudad y por un momento se cree en medio de cualquier pueblo de la Riviera Francesa. Se pierde entre sus calles y aspira el dulce olor de los gofres recién hechos.
Sonríe.
Al fin y al cabo no se está tan mal.

La vida, con calma

Dicen que algunas ciudades como Madrid no permiten percatarse de lo que les pasa a tus vecinos. Se vive tan rápido que el día a día se reduce a dos cafés mal tomados, largos y continuos vistazos al reloj, prisas y mucho trabajo.

Sin embargo, yo tengo vecinos que se toman las cosas con más calma. Sin ir más lejos, la del segundo, acaba de tener a su tercer hijo. Por lo visto dejó de trabajar al enterarse de que estaba embarazada por primera vez y desde entonces no ha dado un palo al agua. Se toma con calma, cada mañana, el ir a por el pan y hacer la compra de la semana. Se toma con calma el leer la correspondencia. E incluso ir a recoger a sus hijos a la guardería, pues muchas mañanas sé que llega tarde porque otros vecinos ya vienen con sus vástagos de vuelta a casa cuando ella aún ni siquiera ha salido del portal.

La Señora Luisa, la del quinto izquierda, hace dos años que enviudó. Desde entonces se toma con relativa calma el paseo de cada tarde. Puntual, a las cinco, la veo asomar su blanca cabellera por la puerta del portal; la veo salir despacio y me sonríe, con tanta dulzura que dan ganas de robar esa imagen sonriente para que al verla, siempre me sonría así.

Y con calma también se toma la vida el soltero, el del ático. No trabaja desde no sabe cuándo. Ha engordado no se sabe cuánto en los últimos meses, y no se sabe tampoco a cuántas mujeres habrá subido a su casa en lo que llevamos de semana. Es un ser libre. "Soy un ser libre, Paco", me dice cada vez que le guiño el ojo al verle salir del portal. Más que libre, yo diría que es un ser enigmático, hasta admirable. Es el 'solterón' del edificio. Solterón, desde que se divorciara hará ahora tres años.

Yo, por ejemplo, entre mirada y mirada, entre conversación y conversación con los vecinos que vienen y van, me tomo con calma la lectura diaria de todos los periódicos que no recogen los de las oficinas que están instaladas en la primera planta. El día a día de la empresa es un ir y venir de jóvenes trajeados. Un ir y venir de cajas y repartidores que no dejan de mirar el reloj a cada instante.

Por si acaso le pedí al presidente de la comunidad, hace algo más de un año, que me pusieran un reloj en la Portería. La verdad es que no me interesa saber la hora a la que entra la gente o la hora a la que se va. Es sólo porque así propicio que muchos de ellos miren a la enorme circunferencia con números que hay tras los cristales de mi posición. Así, propicio ligeras conversaciones, rápidos intercambios de palabras. Lo que da para un 'Hola y adiós. ¿Qué hora es?'. Lo justo. Lo que a los pobres, que siempre van con prisas, les da tiempo.

Le han llevado a Cáceres

Desde las Villuercas o Alcántara, y pese a que las voces no consiguen llegar hasta la Administración, hace mucho que los vecinos solicitan un hospital en Trujillo. Y las razones son más que claras: dificultad de acceso a Cáceres, tardanza en el suministro de ambulancias en localidades como Salorino, Valdefuentes, Logrosán o Zorita, y escasez de medios..., sobre todo escasez de medios.

Porque pocas afirmaciones asustan tanto a la tercera edad de localidades como Trujillo, Guadalupe, Miajadas o Logrosán como el decir que a alguien se le han llevado a Cáceres. Porque tras esta sencilla frase rápidamente comienzan a aparecer en la memoria colectiva infinidad de desgracias que pueden llegar a ocurrir en los casi 60 minutos de trayecto (por no hablar de otras localidades cuya distancia es mayor y por tanto cuyo tiempo de espera puede rondar hasta casi la hora y 30 minutos) que median desde la puerta de casa hasta la entrada a Urgencias del Complejo Hospitalario, máxime si quien traslada al enfermo o paciente es la ambulancia.

Aún hoy, en pleno siglo XXI, todavía hay personas en círculos rurales que se niegan a ir al hospital porque han decidido que su enfermedad no es lo suficientemente grave como para aguantar tanto tiempo en llegar a manos de un especialista. Todavía existen familias que prefieren costearse un seguro privado con más del 40% de su salario mensual para no tener que soportar la intensa espera de una ambulancia y circular a través de pueblos y más pueblos hasta llegar al que se supone es el Hospital que les corresponde.

Todo esto, sin tener en cuenta que muchas veces el acierto o no de un diagnóstico adecuado no importa tanto como el periplo que se ha tenido que realizar hasta llegar a la ansiada camilla.

Aun así, y a fuerza de pasar por alto, la falta de seguridad o vigilancia en planta (como sí puede encontrarse en recintos, por ejemplo, de Madrid) los cacereños se enorgullecen de poseer un Hospital que les corresponda, aunque el llegar a él les suponga más quebraderos de cabeza por lo costoso que por lo eficiente.

En las Plazas de los pueblos, cuando de fondo se escucha el sonido intermitente de la ambulancia, se deja de jugar al mus, al dominó o de hacer calceta, porque ya lo que queda es pedir al destino que la dolencia soporte el camino hasta llegar al Hospital, porque el camino es largo y porque, aunque no lo comentan, las infraestructuras a día de hoy, continúan siendo escasas, tan escasas como que se prefiere pasar la fiebre o el dolor dentro de cada alcoba.

‘Le han llevado a Cáceres', dicen con disimulada preocupación. Mientras que el resto de vecinos aletea mentalmente la suerte que tienen por mantener una salud de hierro, al menos hasta que vuelva a sonar la sirena.

 

Ávida observadora

Le chisporrotean los ojos. Pese a que son las ocho y media de la mañana y la mitad del vagón aún se quita a escondidas las legañas, ella los mantiene abiertos de par en par, como si quisiera grabar en sus pequeñas retinas la panorámica de cada uno de los viajeros que comparten estos minutos a su lado.

Mira de un lado a otro, mira de frente, hacia arriba. Y todo le parece extraordinariamente atractivo. Todo es nuevo, a pesar de que lo ve cada mañana.

Hay veces en que la encontramos dormida, plácidamente. La serenidad de su rostro refleja que dormir es, definitivamente, un placer. Recostada sobre su cómodo asiento, no se percata de las aglomeraciones en la hora punta, de las prisas, del sueño compartido de los viajeros, de la mañana lluviosa que Madrid ha acogido en este extraño mes de junio.

Pero no siempre duerme. A veces comparte miradas esquivas y movimientos rápidos de cabeza, guiños y lenguas que a modo de broma le regalan los pasajeros.

Hoy se atusa el pelo con la palma de la mano e inmediatamente se lleva los dedos a la boca: rígidos, regordetes, anunciando a todos los de su alrededor que ha visto algo que le ha impresionado. Luego se ríe, sonríe y mira para arriba buscando la mirada cómplice de su madre, que mueve la mano lentamente para echarse hacia atrás los rizos que le han caído sobre la cara con el traqueteo del vagón.

Ella le devuelve la sonrisa a la pequeña, le acaricia el moflete y mira el reloj. Hoy llega otra vez tarde al trabajo. Como muchos de sus compañeros de vagón. Se muerde el labio y se lamenta de no haber salido antes de casa. Se lamenta de los charcos de la acera, del paraguas y de lo incómodo que es ir con prisas empujando un carrito de bebé. Se lamenta del paso del tiempo, y olvida la ternura que regala su pequeña con cada gesto. ¡Quién fuera niño!

Nuestros Abuelos

Teresa mira hacia la ventana con sus ojos azules distraídos, viendo cómo los niños corretean camino de la Ermita. Tiene la mirada perdida y en su mente el recuerdo de la Gran Vía allá por los años 40 cuando viajaba en burro desde los ‘Barrerones’ hasta el centro del pueblo. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Sin ir más lejos, las calles, ahora empedradas, antes escupían polvo a cada paso de los caminantes, que iban y venían del campo, de trabajar, de vivir, de disfrutar de unos terrenos que nunca eran suyos pero que trabajaban como si lo fueran.

Han pasado muchos años, pero la vida de Teresa Caminero Rayo se recuerda en casa cada verano, al pie de la mesa camilla, frente al televisor, junto a sus nietos, que ya conocen la historia. Su vida podría ser igual que la de los cientos de abuelos de nuestro pueblo. Sus ojos los delatan: recuerdan con nostalgia el pisar descalzos las calles de Logrosán; el coser las alpargatas que llevarían al baile, en las fiestas; el cortejo de sus novias; las primeras discusiones; sus enlaces en la Iglesia de San Mateo, cuya torre y campanario aún mantienen viva su función de vigía de las calles aledañas y donde todavía hoy siguen casándose los jóvenes del pueblo, los hijos de los hijos de muchos de los compañeros del campo de Teresa. En su casa se recuerda cómo eran antes las fiestas.

Y entre recuerdos, Teresa se debate observando el acicalamiento de su nieta, la llegada de sus familiares desde Madrid, la llegada de otros vecinos que vienen de fuera y que dejaron el pueblo para buscar fortuna más allá de Cañamero.

Recuerda. Observa. Y se limita a comentar, ¡qué bonitas las fiestas de antes!, ¡Qué bonita ponían a Nuestra Señora del Consuelo!, ¡Y qué bonita estará la Plaza!

Porque Teresa hace ya mucho tiempo que no pasa de esa Gran Vía que ha sido su hogar desde que se casó. Hace tiempo que las piernas no le responden y que las ganas de vivir y de disfrutar de Logrosán se quedan en el quicio de la puerta de su casa, en el número 111.

Saluda a las vecinas desde la ventana de la cocina. Sale a pasear dos puertas más allá, pensando cuánto tardará en regresar a la mecedora. Son fiestas, piensa. Y el pueblo vuelve a estar lleno de gente, en las calles se ven los coches de los que se fueron.

Teresa ve pasar familias enteras y regresa al salón de la casa de su hija, deseando tomarse un vaso de leche e irse a acostar. Ha sido un día largo.

En homenaje a todos nuestros abuelos

El violín

Tenía doce años cuando conocí a alguien que tocaba el violín. Era mayor que yo: tal vez dos o tres años. Recuerdo que bajo la barbilla ocultaba con un mechón de pelo negro azabache un ligero moretón que le producía la presión del instrumento sobre su cuerpo.

Hasta ahora no había vuelto a recordar a Rebeca y su violín. Hasta ahora, que desde hace unas semanas  veo a la salida del trabajo a una mujer mayor, con el pelo muy cano, muchas arrugas y la expresión del que pide sin pronunciar palabra.

Toca el violín en pleno centro financiero de la ciudad. ¡Qué ironía! Ofrece arte a ejecutivos a la salida de sus oficinas...

Sobre la funda que yace en el suelo, unas pocas monedas traducen el esfuerzo que habrá de hacer para terminar la tarde sin que el moretón le duela más de lo normal.

La gente pasa, la mira, retiran la cara y continúan, presurosos, su paseo hacia el Metro.

Tal vez en su memoria queden las notas que esta mujer del Este les regala cada tarde a la salida del trabajo. O tal vez no. Vivimos tan a prisa que no somos capaces de saborear el sonido del violín.

Balancea su cuerpo al ritmo de la melodía de Mendelssohn. Hoy le tocó a él. Mañana...¿quién sabe?
Cierra los ojos y se cree rodeada de árboles, mientras la crin de su arco acaricia muy despacio las cuerdas interpretando el Concierto para violín en mi menor.

'Tócala otra vez Sam', le gritan a modo de mofa unos chavales que pasan por su lado.

'Tócala', 'no dejes nunca de tocar', 'Tócala', se repite ella para sus adentros.

Y seguirá tocando.
Las tardes de verano de Madrid se llenarán de música, mientras ejecutivos con traje y corbata pasearán a su lado lamentando no haber salido antes del trabajo para no perder el último tren de la tarde.

¡¡Buenos Días!!

Cuando ya todos se iban y el almacén se quedaba solo, él aún apuraba un poquito más para terminar de estirar las cintas de embalaje de las cajas del día siguiente. Se concentraba cada tarde en desembalar un total de cuatro cajas, de cinco, de tres o de dos (nunca menos de dos), según como le hubiera ido el día.
Ésa era su recompensa: poder determinar y organizar el trabajo del día siguiente, sin importarle fichar más de dos horas después de su hora correcta de salida.

Y en casa, donde nadie le esperaba, encontraba el remanso de paz final, pese al bullicio de la sala, en la que se agolpaban frente al televisor sus más de siete compañeros de piso.

A las siete de la mañana, vuelta a empezar: fuera despertador, fuera legañas y para adentro un café sin ganas ni gusto, pero con la esperanza de que le quitara el sueño residual de todos los días de la semana.
Salía de casa, con la cabeza alta, con ganas, con la expresión de quien comienza un trabajo nuevo un lunes, con toda la semana por delante.

Y así, con una sonrisa de oreja a oreja y un 'Buenos días' más efectivo que cualquier otro estimulante, me lo encontré durante algo más de tres años a la salida del Metro de Nuevos Ministerios. Daba gusto coger el papel de la publicidad, porque daba igual qué es lo que publicitase.

La gente, soñolienta aún, no evitaba sonreír, porque su sonrisa y sus ganas contagiaban.

No sé qué habrá sido de él. No volví a verlo más. Tal vez la crisis lo mandó al paro, o su familia al otro lado del charco reclamó su presencia en casa, o simplemente cambió de trabajo. Sólo sé que los Buenos días a la salida del metro me faltan desde que no tengo publicidad que coger.

Mil excusas

Que no. Que no quiero ir. Que no me apetece abrir los ojos. Que no he dormido bien. Que me duele la cabeza de pensar que tengo que aguantar de pie varias horas, varias vidas, varios intensos segundos sin respirar.

Que nunca me he sentido así de mal, ni así de bien. Que nunca me sentí de esta manera.

Que no puedo describirte mi desidia. Que no me encuentro con ganas. Que las fuerzas se escaparon entre mis piernas y se me fueron escurriendo entre los dedos de la mano. Que tenía la mano abierta y como tras una caricia empujé las ganas hacia el exterior. Que después sólo hubo aire, susurros, suspiros y un 'Ay' tan largo y suave que se me olvidó agarrarlo para que no se fuera demasiado lejos.

Que tengo que decirte que no. Que no quiero ir. Que se acabaron las excusas vacías. Que desapareció el tintineo de la campana que me despertaba cada mañana y ya no encuentro ganas para buscarla.

Que no voy a ir. Que me quedo contigo.

Memento Vivere

Se levantó sobresaltada, con la frente empapada en sudor, nerviosa. A pesar de la mala noche sabía que, en el fondo, había obrado bien. Sabía que, aunque todos los que la rodeaban juzgasen su actitud esquiva, había obrado bien. Porque en el fondo de su ser guardaba la certeza de que lo último que se pierde (o se debe perder) no es la esperanza, sino la dignidad.

Todo comenzó aquella tarde en que decidió, no sin antes consultarlo con la almohada, decir basta. La situación en la línea de cajas seguiría siendo la trinchera en la que se resguardan decenas de mujeres con contrato temporal que un día se proponen dejar atrás la vida casera, encerradas en la cocina o rodeadas de biberones y ropa sucia.

Una trinchera que sufría el descontrol de las novatas, la batalla diaria de las clientas y las prisas y la presión de un gerente al que sólo le importaba la rapidez del cobro. Total, las cajeras eran eso mismo, cajeras, sin nombre ni apellido, solamente números.

Tras una dilatada experiencia profesional como dependienta, limpiadora, cuidadora de ancianos, televendedora y encuestadora de calle a tiempo parcial, veía en los códigos de barras el paréntesis a una vida cargada de aprietos para llegar a final de mes, el trabajo de su vida, al techo laboral con el que toda mujer con sus características podría soñar.

Pero esa mañana, tras un grito, un insulto y un par de lágrimas escondidas entre etiquetadoras y una fregona ‘villeda’, decidió decir basta.

Porque ella no se merecía esos dos tonos malsonantes. Ni se merecía la mirada tímida de las clientas del barrio, que entre dientes, la consolaban diciendo ‘no te preocupes’.

Ella, que siempre había sido una persona segura, capaz de sobreponerse a cualquier situación, serena, perspicaz y salada, muy salada. 

La línea de cajas le había acabado de amargar el carácter. Desde hacía ocho años, cuatro meses y 17 días, su sonrisa ya no era la misma, su carácter ya no había sido el mismo y sus ocupaciones en el supermercado habían dejado de ser las mismas. Ya sólo servía para pasar códigos de barras por el detector. Nada más.

¿La explicación? Sólo una respuesta, o varias a la vez: su gerente, su matrimonio, sus dos embarazos, su ciática, su mal dormir por las noches, su todo, su vida entera. Vida que pasaba por delante de sus narices en cada mala contestación.

Hasta que dijo basta, hasta que una tarde, a la hora del cierre, recogió y se despidió en el tercer escalón de bajada. Ahí, entre las puertas correderas, dijo ‘Adiós muy buenas’.

-      Me voy, me largo, pido la cuenta.
-      Pero…eso no me lo puedes decir así de esa manera, tendrás que darme 15 días…Además, debes horas a la empresa – le contestó el gerente
-      Me voy, mañana vendré a recoger mis cosas a la taquilla.

Y, sin más, se fue, sabiendo que todavía estaba a tiempo de vivir, sabiendo que hoy es siempre todavía.

El café

Madrid, 15 de abril de 2011

Hola:

Parece mentira, pero ya hace más de un año que desistí de aquella invitación nunca respondida. Aquel café ya se quedó frío, tal vez sobre la mesa de algún bar cercano, y mi esperanza de volver a verte: helada, perdida y desolada porque no lo hice, porque no apareciste ni contestaste mi llamada.

Recuerdo que el tono sonó varias veces hasta que decidí colgar. Puede que fueran tres o cuatro…No lo sé. Puede que fueran más de dos. Mis nervios a flor de piel y mi mente pensando rauda una frase que decirte, de carrerilla, sin sentido y sin espera de una respuesta igual de elaborada.

Después, varios mensajes al móvil, un mail, más llamadas. Nada.

Sólo me queda la esperanza de que unas letras escritas sobre un papel, este papel, te hagan ver que te echo de menos y que aquel café aún sigue estando entre mis planes para cualquier fin de semana que quieras o te apetezca compartir azucarillos, unas risas o simplemente un café con posos, de los de cafetera de bar.

Porque nada ha cambiado desde entonces. Sigo entonando el mea culpa  por no haber sabido educar a mi perro, por encontrarme solo cada vez que llego a casa y por gastar más de lo que puedo permitirme. Estos son mis pecados confesables. Los otros, los demás, pensaba compartirlos contigo frente a un café solo…o con leche.

¿Sabes? Sigo en el paro. Continúo soñando en esa oportunidad que nunca me llega. He hecho algunos bocetos desde aquél que te dije que haría a todo color…pero nada. Están escondidos en el cajón, junto a los retratos y los bodegones que le hice a mi madre. Como te decía nada ha cambiado.

Sigo teniendo miedo a la página en blanco, al lienzo vacío, a las acuarelas que me amenazan entre color y color con no querer colorear nada. Y ni siquiera los carboncillos me ayudan. Puede que me haya quedado sin ideas. Sin ideas y sin ganas de esperar más que ese café que me debes y no llega.

Sólo espero que estés bien. Más que yo.

Sinceramente tuyo.

Yo. 

Ya llego

No te preocupes. Ya llego. No tardaré mucho. Quizá sólo te haga esperar un poco. El marcador del andén ya no señala el tiempo que tardará en llegar el siguiente tren. Estás cerca y yo...también. En nada llego. Se me hizo tarde al final. Como siempre. Espérame a la salida de la estación, con suerte puede que ya no llueva. De todos modos, podré controlar el tiempo cuando me meta en el vagón. Se ve tan cerca lo que está tan lejos...No te apures, que ya llego. Ahora te veo. Te dejo, me quedo sin cobertura. Ciao.

BUENOS AIRES


¡Qué difícil! ¡Qué difícil describir esta ciudad con los cinco sentidos!

Buenos Aires es… Buenos Aires es…


Es ruido; son calles con el piso desconchado; calles estrechas y grandes avenidas; es una ciudad con la avenida más ancha del mundo; es contraste; es tango; es canción y milonga; bife; parrilla; patatas asadas y mollejas de vaca. Es un pañuelo blanco que mira al futuro con esperanza, es un grito de libertad; es corto de café y conversación, mucha conversación; son miles de teléfonos móviles pegados a la oreja; antenas parabólicas; aires acondicionados que chorrean gotitas por cualquier rincón.

Buenos Aires es mate, es más, más y más mate; parques con flores gigantes; cementerios; pasado y futuro; cultura; literatura; libros de segunda mano; más cafés; cerveza Quilmes; artesanía; remises; más contraste; curiosidad; dulce de leche; palabras dulces, acento dulce; fútbol; hinchada; pasión; sonrisa; WI-FI de pago; justicia; incomprensión; mes de mayo; puerto; parrilla libre, parrilla al fin y al cabo. Es obelisco; Colores en Caminito; cuero; pizza en Guerrín; brocheta de ternera; Corrientes; tarjeta telefónica; Italia e italianos; paseadores de perros; cartoneros; teatro; Río de la Plata y rivera; tren hasta Chacarita; ¡porca miseria! Psicoanalismo; psicoanalistas; surrealismo; fotografía; arte; sol austral.

Buenos Aires es voseo; es Suipacha con Tucumán; colectivos; San Martín; libros; Borges; metáfora; UBA; paseos por Palermo, Palermo de día y San Telmo de noche; es hombres-anuncio frente a los coches y bajo el cegador sol del verano de febrero; abogados frente al Palacio de Justicia; formularios de venta en el suelo; más abogados; moda pasajera; diferencia de clases; más contraste; bancos sin capital; Revista Barcelona; es tocar el cielo con la palabra.

Buenos Aires es… ¡che!, ¿qué es?, es Revolución, es soñar con el sentir Sudamericano en una sola mano, es querer luchar y abrazar el futuro con los dedos, es expresión, es ironía. Es punto y seguido.

El País de los Lotófagos

Cuenta Homero en la Odisea que cuando Ulises y el resto de su tripulación regresaban de Troya camino de Ítaca, el viento les hizo deparar en el País de los Lotófagos (Isla de los Comedores de Loto), un lugar en el que sus habitantes se alimentaban de flores de loto, cuyo dulzor y buen sabor hacía olvidar a quienes lo probaban de todo cuanto guardaban en la memoria.

El regreso a Ítaca peligró en tanto en cuanto los compañeros de Ulises se olvidaron de que debían volver a sus casas, porque en su mente, ni patria, ni casa, ni familia recordaban tener.


Transformemos ahora las flores de loto por cualquier producto audiovisual que ingerimos pasada la hora de la comida en cualquiera de los canales de la Televisión. Probemos ahora a transformar estas flores por cualquiera de los mensajes que, como noticia, se publican y desmienten casi al instante y tornan a llamarse ‘rumores'.

Cambiemos por último estas flores de loto por los mensajes de contenido económico, político, religioso o social que aceptamos como reales porque así nos obligan a hacerlo las fuerzas mayores de la Sociedad de la Información en que nos encontramos inmersos.

Sumemos a toda esta droga, el adormecimiento de la Sociedad civil, el desengaño por la política y la desconfianza por quienes dicen gobernarnos y actuar de oposición.

He aquí el resultado: ni siquiera reconocemos que está en nuestra mano el cambio, que la Sociedad civil la formamos todos...y lo que es peor, que ya no sabemos regresar a Ítaca.

Una reflexión

Cuando la debacle de la economía mundial estaba a punto de encaramarse a las últimas ramas del árbol de la salvación intentaron convencernos de que la crisis económica no llegaría a nuestras saneadas cuentas, que el bandazo inmobiliario yanqui nada tenía que ver con nuestra dilatada carrera como constructores de fantasías envueltas en hormigón y ladrillo.

Pero cayó. De repente un día desayunamos con un boom especulativo que había sido eso desde el principio pero que se había maquillado hasta el punto de endeudar a la mitad de nuestra población. Y siguió cayendo hasta hacer caer grandes corporaciones del tamaño de las urbanizaciones fantasmas construidas por ellas; hasta obligar al cierre a las grandes empresas surgidas para hacerse aún más grandes. Y lo pequeños comenzaron a rememorar viejos tiempos en los que los bancos examinaban cada punto y coma de nuestras nóminas y estudiaban cada caso. Atrás quedaron los días en que con un recibo del teléfono podían estudiar tu caso para concederte una hipoteca de por vida y regalarte, además, un crédito para la compra de un coche y un balón de playa.

Atrás. Como atrás se quedaron los desempleados que empezaron a engrosar las listas del paro. Desempleados de empresas que, cual imanes, se han ido dirigiendo al ojo del huracán y han sido expulsadas al margen de los que no provocaron la crisis pero sí han sido afectados por ella.

Como siempre, pagamos los mismos. Como siempre, quien se lamenta de no cobrar una prestación digna porque ya ha agotado su tiempo, no son los dueños de fortunas o los administradores de sociedades que engordaron como los pollos de granja en tiempos de bonanza. En aquellos tiempos en que creímos que la prosperidad no guardaba encerrada y oculta la trampa del que tiene todo pero no tiene nada.

Hoy cae la bolsa, los mercados mundiales se extrañan de las mentiras nacionales que han ocultado números rojos; los grupos políticos secretos reunidos (como un verdadero secreto a voces) para decidir el devenir mundial reflejan en sus rápidos encuentros el desconcierto en que se ha convertido el hablar de crisis y a la vez de mejoras. Los sindicatos salen a la calle pidiendo algo que ya está cocinado de antemano, en ollas a presión que algún día volverán a estallar. La demagogia se ha convertido el padrenuestro con el que nos vamos a la cama y con el que untamos las tostadas del desayuno por la mañana.

Porque, mal que nos pese, nos ha acabado envolviendo la espesura de una mentira de alcance mundial. Y tenemos que tener la fuerza suficiente para darnos cuenta e intentar salir. Aprendiendo que el pasado es sólo pasado y el futuro aún está por construir.